El sol me cegaba. Mas bien dicho nos cegaba. Eramos los encargados de encontrar la Gran Capital. Cada año se elegía un grupo de exploradores en Ciudad Carbón para llegar a encontrar la salvación de la civilización humana. Es un fin noble el nuestro, sacrificarnos cruzando el mundo para que nuestra gente pudiera tener otra oportunidad. Pero no todo era tan bonito como lo pintaban. La profecía dice que aquel o aquellos que encuentren la Ciudad tendrán el derecho a meter dentro a quienes les plazca para luego morir en nombre de un dios al que no adoramos.
La primera norma del grupo de exploradores era que, si encontrábamos aquel paraíso, jurar que nuestra ciudad original sería recompensada con vivir en aquel "idílico lugar"...idílico..psé... una contradicción en sí mismo el que la profecía nos de la libertad que nuestra orden nos quita.. No tienen ni idea de como es aquello y dicen que es idílico ¿ y si estuviera ya ocupada o viviera allí una legión de monstruos asesinos?. Nadie había vuelto jamás de ninguna de las incursiones que se habían mandado durante cientos de años, año tras año. No cabía esperar que la mía fuera a ser distinta a todas las demás y, aunque llevábamos siendo entrenados durante años para esta misión, nadie nos dijo nunca que había pasado con el resto de personas, las miles de ellas que no volvieron nunca a sus hogares. Nos hablaron de salvajes que vuelan sobre dragones, monstruos de más de tres pisos de altura, gente que vagaba sin cabeza por los extensos desiertos del sur... pero nada más. Dragones...historias de críos para meternos miedo en el cuerpo y acostumbrarnos a "ese horrible sentimiento" como decía el Maestre Herny. A pesar de ser duro como el diamante, era como un padre para mi.
Me acuerdo que era asustadizo hasta que entre en la orden. La sagrada Orden del Comienzo de la magnifica y antiquísima ciudad Carbón; sonaba a secta. A nuestro alcalde Levinn le gustaba mucho alardear de "su" ciudad. Todos sabemos como llegó al puesto en el que está y no fue de manera limpia, es más, aún hay zonas de la ciudad en las que las paredes son testigo mudo de la sangre de los Revolucionarios, antiguos gobernantes de la ciudad, cuyo líder Zacarías Stenton, mi padre, aún puede verse colgado en huesos ya, en el centro de la plaza de la ciudad, a modo de advertencia para futuros pensadores y revoltosos en contra del orden que allí estaba impuesto. Fue una lucha desigual y los pocos que quedamos de ellos tuvimos que ocultarnos lo mejor posible de aquellos que nos querían dar caza. Eramos pequeños y pudimos adaptarnos bien. Lo más gracioso es que, aún viviendo peor, la gente aclama a este nuevo líder como si fuera el que les traerá la salvación de aquel asqueroso lugar rodeado de rocas y hierba seca.
Vengarse era absurdo. ¿Que hago yo, un chico de 22 años, solo contra un ejercito de cientos de soldados, mercenarios aparte?. Nada. El resto pensaba igual que yo. Lo mejor era alejarse de aquel lugar por nuestro bien. Tal vez el destino y el viaje no fueran precisamente lo mejor de lo mejor, pero si me quedara allí no tardaría mucho en ser descubierto y posiblemente acabara igual que mi padre o peor, porque estar en busca y captura y que el gobierno de la ciudad tuviera que soltar una sola moneda por mi o algún otro familiar de Revolucionario, implicaba lo más seguro, un castigo mayor.
No hacía mucho, un amigo mio, Tull, fue capturado y llevado a las minas. Mi mejor amiga, Cath, hija de Revolucionario también, trabaja como ayudante de Ejecutores. Vio la tortura y el posterior asesinato de Tull. Desde entonces no puede dormir y lo poco que lo hace, le asaltan pesadillas horribles. La primera vez que la vi tras aquel ajusticiamiento (algo que se hace público a través de la megafonía colocada en puntos estratégicos de toda la ciudad, aunque no así el acto del asesinato), estaba blanca como la nieve y con los labios secos. Por su trabajo había visto muchas muertes y mil maneras de tortura, pero Tull era amigo nuestro y cambiaba totalmente el concepto. Se abrazó a mi llorando y a los pocos días dejo la orden de
ejecutores y se metió en la que yo estaba. La entereza y dureza adquirida estos años atrás, se habían marchitado en un momento.
Todo ciudadano de Ciudad Carbón debía pertenecer a una Orden, sin excepción de sexo, raza o posición social. Había un cupo y una vez lleno debías elegir otra. Nadie quería a la que yo pertenezco, todos saben lo que pasa si perteneces a esta orden, así que siempre había sitio. Casi todos los que aquí estábamos eramos familiares de Revolucionario. Era paradójico que buscáramos la salvación para la gente que masacró a nuestros familiares y amigos. Pero era evidente que no lo hacíamos por eso, al menos no todos. Buscábamos salvar el culo largándonos de aquel infecto lugar a cualquier sitio por muy lejos que fuera, aunque aquello significara morir, todo por no estar aquí. ¿Que por que no nos íbamos de la ciudad y listo? No me hagáis reír. La seguridad de las dos únicas puertas de la ciudad era extrema y los muros de la ciudad eran tan altos e inaccesibles que salir de allí no era menos que imposible. Para salir de aquel lugar se necesitaba orden expresa del alcalde y siempre acompañado de soldados " por si las otras ciudades hostiles se les ocurría atacar a alguno de nuestros excelentes ciudadanos". Tonterías. La ciudad más cercana era Ciudad Crem a 100 km de nuestra ciudad, y Ciudad Hert a 56 km exactamente de aquí. Es lo que tiene ser explorador, te guste o no te acabas conociendo el terreno.
Era el momento. Los elegidos este año para la búsqueda estábamos sentados sobre sillas de madera astillada en una gran tarima mohosa que se alzaba un par de metros sobre la gente a modo de escenario de teatro, cubierta por una tela escarlata con el escudo de la ciudad en el centro. Era demasiado cutre todo, como siempre que este alcalde hacia algún acto en la ciudad. Los cuatro (los mejores de nuestra promoción y elegidos para el viaje), nos miramos e inmediatamente dirigimos miradas de odio al alcalde, sentado a escasos metros de nosotros, ignorandonos y con una sonrisa de oreja a oreja. Delante de toda la ciudad, que estaba dispuesta a despedirnos agolpada en la plaza, el alcalde Levinn se acercó al borde de la tarima sobre la que estábamos, micrófono en mano, para dirigirse al gran público . Comenzaba el show.