Los de la villa

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Tengo que pensar en una historia. ¿Cómo empezar? Escribir es una acción prohibida. Construir una torre de naipes o arrojar un tiro de dados. Dos horas perdidas de indecisión.

Salgo del tiempo disponible para volver al tiempo real. Llega la hora de salir. Robo minutos al vestirme. La puerta me remite a las llaves; la calle, a la maleta. Olvido que un inventario se hace preciso: pañales, leche, crema, antiácido, analgésicos, antihistamínicos, cargador de celular... ¡Abrigo! ¿Qué me pondría para acampar en una habitación semejante a toda una casa?

No saber conducir puede ser una bendición. Se puede pensar mucho en el asiento posterior de un taxi. Le pago al tiempo real por su cuota de responsabilidad. Estoy libre de ofrecer apologías por exceso de velocidad, quiebres repentinos o embestidas potenciales. Soy ciego ante la danza de la vía rápida y sordo de casuales juramentos. Libre para creer que es posible decidir un tema. La maleta en el suelo del auto y el teléfono escondido entre mis manos. Me convenzo de que mi suerte cambiaría con una sola idea. ¿La encontraría? Tengo solo media hora de trabajo o distracción. Hay que ganar de súbito en esta lucha.

Nuevamente el tiempo real. Camino dos cuadras. Es un día caluroso en esa zona. Mal hora para un cruce de autos y personas. Alguien corre (¿llegará a tiempo?) Mi teléfono suena (llegaré tarde). Un olor acogedor en la acera del frente (lástima, no cruzaré). El paradero se acerca frente a mí. Ajusto la maleta con mi extremidad izquierda y cubro el bolsillo del teléfono con la derecha. Espero atento. No puedo pensar en una historia. Debía asimilar lo inminente.

Dos docenas de minutos para reanudar el camino en un transporte público. Mis rodillas son soporte para esta maleta. ¿Tiempo para mi historia? Era más fácil la rutina del taxi. Aquí hay menos espacio para el cuerpo, pero más para observar. Mercado interminable. Un ayuntamiento incrustado en la montaña. Cuatro hileras de buses maniobran en un cauce de tres carriles. Mujeres acróbatas corren entre los autos con botellas con agua y bebidas rehidratantes. Un hombre con traje de guerra ataca la suciedad de los parabrisas. Cinco consultorios dentales se abalanzan a la vista con el mismo nombre y rostro. Repuestos artesanales encajan perfectamente en aparatos electrónicos de última generación. Vendedores de pociones prometen maravillas contra maleficios y problemas del amor. Supermercados con estacionamientos rentados para compañías de transporte interprovincial. Vendedores activos de imágenes políticas. Familias que renuevan su menaje con rostros en el fondo de su plato. Peluches gigantes saltan sobre una plataforma con altoparlantes. Carteles homónimos tapan la luz de los semáforos como si estas fuesen ofensivas. Vehículos comerciales llevan mobiliarios enormes, sujetados por sogas y niños con medio cuerpo afuera. Cráteres lunares son alimentados por el consistente y masivo trabajo de miles de camiones.

Pensar de nuevo. Tal vez sería conveniente escribir un texto histórico. Sí. La historia permite hacer verosímil lo real. Muchos amigos habían tenido éxito al relatar un tema conocido. Mayor credibilidad. Una guerra, el fin de una civilización, la vida de un personaje clásico, un maestro revivido por la magia del recuerdo. La literatura es la mejor versión de la historia. La última y definitiva edición de lo ocurrido. Con todo, escribir era siempre un riesgo; no hacerlo, un peligro. Fuera del bus, el espectáculo se repite en diferentes versiones. Escribir sobre ellos sería como tomar una fotografía. El cambio me quita las palabras de la mente.

El siguiente transporte es más pequeño y sonoro; pero no tengo que esperar por él. Un grupo de motos adaptadas para el traslado de tres pasajeros en su parte posterior se apiñan vigorosamente al borde de la calzada. Una de ellas me lleva por la quebrada entre dos cerros pedregosos. Si se mira hacia el frente, se pueden observar casas homogéneas en el color ocre de sus ladrillos, los techos de calamina y las tortas de cemento. Ellos también tienen su historia. El camino que se recorre en este vehículo fue formado en una tarde remota hacía quince años. Luego llegó la gente para competir por la edificación de sus hogares. Algunos con sus propias manos; otros, con el apoyo ajeno. La mayoría de estas casas conservan su juventud, aunque lo lejanamente más novedoso fue la energía eléctrica. ¿Qué extensión tiene la comunidad? Alguien precisó que iniciaron con doscientas cincuenta familias. Ahora es mucho más grande. El agua llega sobre ruedas. Demorará, al menos, dos años más para que pueda ser recogida de otra parte. Algún día escribiría sobre estos proveedores anónimos, su elitismo secreto y sus apodos vandálicos. Algún día, cuando cambie mi residencia de los días de trabajo por la de los fines de semana.

Esta es una tierra interrumpida, en su silencio, por panaderos madrugadores, camionetas voraces y tropeles de niños ingrávidos corriendo cuesta arriba. Con el calor de la intemperie, las antenas parabólicas resultan un alivio para quien desea el descanso. En mi nuevo hogar, los dos televisores constituyen un derecho cobrado por mi hijo y conquistado por mi esposa.

Llego sin novedad. El calor y la compañía me quitan la ansiedad por el tiempo disponible. Mi amada al frente y mi pequeño en brazos. Mi suegra atiende cariñosamente. El amplio espacio de un primer techo y la esperanza de un segundo. Quince juguetes escogidos para compartir. Levanto una torre de piezas de colores y mi hijo las destruye con la más escrupulosa prontitud. El tiempo real está bien creado aquí. Solo falta esperar la caída de la tarde para probar el suave viento que invita a buscar espacios comerciales, paseos y juegos. Todos ellos, como en este techo, me recuerdan que la familia se integra en el más joven y crece en el más viejo.

La noche llega con sus ruidos y opciones de tiempo disponible. La maleta despliega su espacio. Atiendo un papel electrónico con una lista de posibilidades. La mayoría resultan olvidables. Cumplo tareas. Preparo el espacio en mi mente para descansar.

La mañana siguiente tendría un repertorio de aves para el saludo respectivo. Si no eran ellas, siempre quedaba el barullo del panadero o el andar de corredores matinales. El día me ofrecerá un tiempo breve para una historia que contar. Tal vez sí. Porque pensar en ella sería tan real como soñar con una misma vida, o con otra muy distinta. 

Los nuevos villanosWhere stories live. Discover now