Dolor

87 13 19
                                    

Cierto día, en la clase de Física impuesta por Gozaburo, Seto se preguntó cuál era la diferencia entre el dolor físico y el dolor abstracto, aquel que no podía palparse. La respuesta llegó ese mismo día con el galope estruendoso del látigo al agredir sin misericordia su piel, amaestrado por la mano rústica de su padrastro. El castaño, en ese entonces un niño que aquel viernes marchito cumplía once años de edad, no sólo sintió que le estaban despellejando a sangre fría, sino que aquella mano rústica exprimía su corazón como se exprimían los limones para sacarles hasta el último gramo de jugo.

La herida sanó con el paso de los días y la marca fue emblanqueciendo con el paso de los años, pero aquel sentimiento perduró hasta el día en que vio a Gozaburo lanzarse por la ventana. Entonces desapareció junto con él en una lluvia de vidrios, y cada tanto apreciaba la cicatriz ya blancuzca, era sacudido por un torrente de rabia, que él utilizaba de abono para perfeccionar todavía más su filosofía de vida.

Así Seto aprendió que mientras el dolor físico dejaba una cicatriz en la piel, el dolor abstracto la dejaba en la memoria.

Y que mientras existía un cúmulo de medicinas para curar el dolor físico, para curar el dolor abstracto existía solo una: el tiempo.

SetoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora