Capítulo 2. La Petición de un Prisionero

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Enit Nafhá era sin duda alguna el gestante primordial de mi destino. Decir que no había soñado con el día de tenerlo frente a mí, atado y sin defensa alguna, sería mentir.

Lo observé detenidamente, el paso del tiempo había mermado su constitución, pero aquella mueca desafiante seguía encajada en sus facciones; tomando en cuenta nuestro entorno, era una completa estupidez, además de una máscara perfecta para el miedo.

Él me devolvió la mirada en silencio, el bozal alrededor de su mandíbula, lo mantenía callado por primera vez, y él era un hablador. Aquello me pareció tan inquietante, como devastador.

Entre el gentío, un Sbhóriano ataviado completamente en blanco, con la piel escamosa destacando ligeramente verdosa bajo aquella luz, habría pasado desapercibido por cualquier observador, como uno más del montón; pero para mí aquel ser era inconfundible. Jamás olvidaría la singular cicatriz que le atravesaba el rostro y le imposibilitaba el ojo izquierdo, misma que yo le regalé en el pasado.

Sí, Enit Nafhá era jactancioso, más su postura y la mirada esquiva delataban su derrota. Observarlo en ese estado me resultaba deprimente.

― Te lo preguntaré por última vez, Nafhá. ¿Dónde está?

Y por enésima vez, se negó a contestar.

Llevaba un buen tiempo haciéndole la misma pregunta, tanto que mi propia insistencia llegaba a cansar, llevándome al extremo de distraerme un poco. Debido a mis opciones mínimas, opté por respirar profundamente y mirar a mi alrededor; encontrándome con una bodega fría, vacía y llena de polvo. No era el peor de los escenarios posibles, aunque no estaba para ponerme quisquillosa.

― Debiste escucharme. Debiste alejarte y dejarme ir, ahora todo acabará pronto. ―Su tono de pesar y expresión abatida casi logran conmocionarme.

― Resulta que soy más terca de lo que recuerdas. ―Alardeé removiéndome sobre mi asiento.

― ¡Niña tonta! ¿Acaso no comprendes la situación en la que nos encontramos? ―Refunfuñó.

― Ah... ¿Eso? Una de tantas. ―Lo menosprecié.

― Te has vuelto engreída. ―Acusó―. Y descuidada.

Yo me encogí de hombros, o al menos lo intenté.

― Ya somos dos. ¿Un último deseo?

― Libérame para que pueda patear tu trasero. ―Insinuó agitando las manos.

La bata que Enit llevaba encima le quedaba muy justa y la tela remarcaba sus brazos fibrosos que terminaban en manos paleadas, mismas que se extendieron en mi dirección. Las pequeñas garras en las puntas de sus dedos se enterraron en los apéndices de su asiento al tiempo en que el hombre lagarto intento arrojarse sobre mí.

Me carcajeé.

― Me temo que eso no se va a poder. ―Levanté y mostré mis manos lo más que me permitieron las ataduras fijas a mis muñecas.

Si bien mi fantasía sobre capturarlo y terminar con él se me había ido de las manos, a alguien más no le fue tan mal. Y con ello me refería a aquel que cazó dos pájaros de un tiro.

Suspiré pesadamente, melancólica. Aquella explosión debió quitarme la vida, borrarme de toda existencia, pero seguía aquí y eso había acarreado consecuencias.

Cada detalle de lo sucedido, antes y después, se había grabado para siempre en mi memoria. Recordaba todo lo que pasó luego de abrir los ojos; el frío que caló hasta mis huesos, y la oscuridad gobernando sobre un mundo parcamente silencioso. La manera en que respirar era un acto desesperante, pesado y doloroso, que en ese mismo instante me llevó al razonamiento de seguir con vida; el instinto que me hizo pensar en Nessa, derivando en un apresurado intento de moverme y mi cuerpo vibrando en una clase de reflejo que me mantuvo anclada al lugar en el que me hallaba: sepultada bajo dos niveles de escombros, y contra todo pronóstico, viva.

La Cofradía Del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora