Capítulo 1.- La Reina del Faraón.

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Me había tomado menos de tres minutos aterrizar en la esfera más resplandeciente de la galaxia Ulmthir. La contaminación lumínica quemaba en mis pupilas, el brillo que me rodeaba era casi cegador, una opalescencia incandescente, algo que únicamente podía apreciarse en un sólo lugar del universo, el más grande complejo de corrupción: Reha, la estrella de la perdición.

Todas las pistas me habían conducido hasta allí: un territorio de mal gusto, lleno de pecado y libre de justicia divina; conseguir la maldita carta de navegación y el permiso para moverme en el séptimo sector del universo liquidó más de la mitad de mis ahorros, y ciertamente esperaba que tal despilfarre hubiese valido la pena.

La plataforma de aterrizaje estaba atestada de vehículos de diferentes tamaños siendo remolcados a sus respectivos cubículos, me encontraba tan embelesada con la escena que difícilmente advertí al Ihergus que solicitaba las llaves de mi pequeña nave.

El ser de apenas medio metro de alto, sonreía impaciente mientras mantenía la mano extendida hacia mí; juzgué descortés dejarlo así por más tiempo, por consiguiente, terminé entregándole las llaves del Odisea y le lancé una mirada intimidadora. En el más reciente ciclo de mi vida, mi existencia se resumía a desconfiar de todo el universo, y aquella sonrisa retorcida, no me daba buena espina.

El Ihergus asintió después de recibir mi más preciado tesoro y prosiguió a agitar las manos en el aire, hasta que atrapó algo que sobresalía a su espalda; un cañón largo y herrumbroso, con el que apuntó directamente a mi nave.

Mi corazón se paralizó. El equipo con el que trabajaban los demás Ihergus parecía nuevo y eficiente, a mí me preocupaba y de sobremanera, que un pequeño error borrara de tajo todo lo que tenía en el universo. Triste, pero cierto.

El pequeño ser disparó y un hilo de luz salió del cañón, envolvió mi nave y comenzó a atraerla, formando un capullo plateado a su alrededor, comprimiéndola rápidamente hasta convertirla en un accesorio del tamaño de mi puño. Tiempo atrás, aquello me habría maravillado, ahora sólo eran acciones necesarias para llegar a un fin.

El hombrecillo verde dio un último tirón a mi nave, devolvió el cañón a su espalda, capturó de manera dramática la pequeña esfera que contenía al Odisea y la enganchó con una cadena plateada a mi juego de llaves, todo aquello con una enorme sonrisa satisfecha; despegó la mirada de su obra con una parsimonia engorrosa y, dedicándome un largo vistazo, se acercó para tender su trabajo hacia mí con un leve asentimiento.

Cogí mi nave, la cual se parecía más aun juguete barato que a algo a lo que yo solía llamar hogar.

«Hogar.» La palabra sonaba lejana y ajena a la vez. El dolor, la impotencia y la nostalgia me hicieron mirar por sobre mi hombro, contemplando un punto incierto en esa dirección, donde yacía una tumba. Seguía sin comprender, cómo era qué de un momento a otro, todo lo que conocía y daba por sentado, se había vuelto lejano y obsoleto. Continuaba, inmersa en la interrogante que desde hacía tiempo regía mi vida.

Una especie de gruñido capturó mi atención, obligándome a concentrarme de nueva cuenta en el Ihergus; la sonrisa de autosuficiencia que preponderaba en su rostro verde pálido entraba en mi categoría de cosas a considerar perturbadoras, por lo tanto, hurgué en un pequeño bolsillo de mis pantaloncillos hasta encontrar una centuria y la lancé hacia él, quien atrapó la moneda de buena gana y se marchó raudamente hasta topar con otro aterrizaje.

Eché la pequeña maleta sobre mi hombro, un acto simple que reverberó en cada nervio de mi cuerpo adolorido; los estragos de mi última incursión aún se apreciaban alarmantemente en mi piel, cardenales, grietas y suturas mal hechas; ante todo, lo único que sentía machacado, era mi orgullo, algo de lo que había prescindido por mucho tiempo.

La Cofradía Del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora