El misterio de la luna morada

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PRÓLOGO

      El cielo de Londres estaba cubierto de nubes ennegrecidas, preludio de lo que estaba por venir. El viento soplaba con  fuerza, las hojas secas, amarillentas formaban pequeños remolinos desplazándose de un lugar a otro. La arena de los parques empañaba los ojos de los transeúntes que corrían por las calles de la capital a fin de resguardarse del mal tiempo que azotaba la ciudad desde hacía ya casi una semana.

       La tormenta estalló, las calles habían quedado desiertas, los relámpagos iluminaron por una fracción de segundo el viejo cartel con letras desgastadas en las que se podía leer “Royal Garb”. Las puertas se abrieron, una joven de estatura media, vestida con  unos tejanos y una sudadera, ambas prendas empapadas por la lluvia entró en la  que tiempo atrás había sido una de las más prestigiosas cafeterías londinenses, ahora convertida en un almacén con diferentes salas que guardaban los más ocultos y tenebrosos secretos de sus dueños.

      Nada más entrar podía verse un corredor largo y estrecho, un olor a moho flotando en el aire le daba un aspecto aún más lúgubre y cochambroso. A ambos lados habían dos grandes puertas de metal, todas ellas numeradas, las de la derecha eran las pares y las de la izquierda las impares.  La joven se detuvo ante la puerta número 3. Con un movimiento rápido pasó la tarjeta por el identificador dejando que un suave clic rompiese el silencio que reinaba en el pasillo.

¾    Perdona, ¿Puedo saber qué haces tú aquí? –. La voz de un desconocido de ojos claros y cabello castaño que la miraba desconcertado, la sacó de sus pensamientos

¾    ¿Cómo es posible que hayas entrado? Solo yo tengo la llave de entrada.- el joven se dio cuenta de que la había asustado.

¾    Disculpa mi rudeza del principio, no me he presentado, mi nombre es Daniel Schraw, pero puedes llamarme Dan.

 Una alarma comenzó a sonar sin darle tiempo a contestar.

¾    Aquí hace demasiado calor – comentó mientras caminaba por la habitación hasta llegar a la ventana.

      Fuera, la tormenta era cada vez más agresiva, los troncos de los árboles bailaban con el rugir del viento, y los pequeños matorrales se doblegaban de un lado a otro mientras sus débiles ramas se iban quebrando una tras otra.

¾    Yo soy…

      Pero la habitación estaba vacía, solo se oía el silbido del aire y el sonido de las gotas al caer al suelo. Volvió la vista a la calle, le pareció ver una sombra correr entre la lluvia, pero la cortina de agua le emborronaba la imagen, dos jóvenes corrían jadeando y respirando con dificultad como si llevasen mucho tiempo intentando escapar de algo o de alguien.

      “Es la hora” recordó. Abandonó el viejo edificio y corrió con decisión hacia el muelle donde él le había prometido que la esperaría. Estuvo esperando una hora, dos horas, los minutos se iban haciendo cada vez más largos pero allí no había nadie. Ahora lo sabía, nadie vendría a buscarla, estaba sola, sola en un mundo lleno de peligros e inseguridades. Los barcos atracados en el puerto comenzaron a balancearse por el vaivén de las olas, los rayos bailaban celebrando la tormenta.

      Agotada por la espera se tumbó en un banco hasta que por lo menos cesase la lluvia, a lo lejos vislumbró a los dos jóvenes de antes. Se acercó sigilosamente para descubrir un poco más acerca del misterio que los rodeaba. Uno de ellos se dejó caer en la cubierta del barco tratando de recobrar el aliento,  su acompañante le tendió una caja envuelta en papel de seda.

      La joven lo ignoró y siguió contemplando el  oscuro cielo de Londres. De pronto como si hubiesen percibido su presencia unos brillantes ojos azabaches se clavaron en ella, la espía retrocedió atemorizada por haber sido descubierta. La lluvia cesó, el joven retomó la lectura de un libro que sacó entre los pliegues de lo que parecía ser una túnica, la obra se titulaba Romeo y Julieta de William Shakespeare.

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