Ukfur movió reiteradamente sus trenzas sucias de un lado a otro al compás con el hacha que blandía entre sus manos. Le dolía cada músculo de su cuerpo, hasta los de la cara; se le habían hinchado las venas de los brazos y del cuello, pero ya no podía parar de moverse. Si lo hacía, muy probablemente moriría.
El cielo se había teñido de rojo, desdibujado por los fuegos que habían prendido las diferentes armas de asedio enfrente de la muralla de piedra negra orca, donde los árboles se perdían en la noche. Una y otra vez se gritaba cuando las grotescas piedras surcaban el aire y golpeaban contra los diferentes edificios de la capital. Más de uno había caído ya, y aunque pocos enanos habían logrado ingresar, varios incendios habían surgido no sólo de la mano del caos, sino de la traición y de las artimañas de insurgentes.
Ukfur lo sabía; sí, estaba seguro de que los orcos habían sido traicionados.
Levantó su hacha con la poca fuerza que le quedaba y cortó sin piedad el cuerpo diminuto que se posicionó frente a sus pies. Dio un giro sobre sí mismo y la descendió acto seguido sobre la cabeza de otro enemigo de barba frondosa y casco crujido, partiendo su cráneo en dos y hundiendo su arma en el suelo, haciendo que perdiera el equilibrio.
Apretó los dientes, furioso, y se vio obligado a soltar el hacha para hacerse con una espada más ligera que portaba en su cinturón. La alzó por encima de su cabeza vociferando:
—¡Retirada a la ciudad!
No muchos respondieron a su llamada, a pesar de hallarse a la cabeza de aquel diminuto ejército. No obstante, Ukfur sonrió de forma amarga al ver que algunos sí abandonaban el fragor de la batalla y repetían las órdenes de su comandante.
Una flecha atravesó su hombro y le hizo lanzar un alarido de dolor mientras caía sobre sus rodillas. Unas manos rojas y enormes se posaron sobre su hombrera desgastada y rasgada para tirar de él y apartarlo de la trayectoria de otro golpe. Ukfur no dudó en mirar atrás ahora que tenía el equilibrio y cruzó las enormes puertas despotricadas que antaño se habían alzado con dignidad.
Las enormes torres de asedio ya habían alcanzado las murallas hacía rato: los enanos descendían en picado sobre los orcos, con sus fuertes, pero pequeños martillos: con sus hachas robadas, y sus lanzas emponzoñadas para provocar una muerte segura a largo plazo. Ukfur detestaría a esas criaturas hasta el fin de sus días.
Tiraron de él en contra de su voluntad: la ciudad ardía, tal y como el cielo lo señalaba. Había cadáveres por doquier, y el hedor a sangre y muerte llegaba hasta sus fosas nasales. Sabía que muchos de los suyos se dejaban llevar por el deseo y el ansia de matar y de morir luchando, pero él no quería morir allí. Había pasado demasiados años dando órdenes y planeando su ascenso entre los suyos como para echarse a perder ahora.
—No aguantaremos mucho más. —informó el orco que tiraba de él apretando sus largos colmillos manchados de sangre. Ukfur arqueó una ceja y le propinó un puñetazo en la cara con el brazo malo. El orco se echó hacia atrás y se tapó el golpe sin atreverse a llevarle la contraria a su directo superior.
—Entonces, aguantaremos hasta donde podamos. —afirmó Ukfur alzando su espada. —¡Que no avancen ni un solo paso más! Ya no llegaremos más lejos. —y suspiró cerrando los ojos.
Centró su sentido auditivo en la batalla que se aproximaba por momentos y en las que ya regían varios barrios cercanos a la plaza principal de Houndchill; perdió su olfato en el todavía persistente aroma de la forja.
Iba a morir, lo sabía; echaría de menos pelear en la otra vida; echaría de menos a los suyos. Si es que verdaderamente había otra vida y él era bendecido con ella. De no ser así, buscaría a los enanos aún después de la muerte para darles caza.
Ukfur se dio la vuelta para sumarse a la refriega y batalló con coraje y brutalidad, dejándose llevar tanto como los orcos más salvajes ahora que entendía que iba a morir. No tenía ni la menor idea de cuánto tiempo había pasado desde que la batalla de Houndchill había comenzado: ¿horas? ¿Días? ¿Cuánto tiempo llevaba peleando sin parar a respirar un poco?
Tenía el cuerpo cubierto de heridas, y con cada enemigo que caía, más débil se sentía. Estaba seguro de que el profundo corte que tenía en el vientre se lo había propinado una de esas lanzas envenenadas de los enanos. Sí, iba a morir.
De pronto, Ukfur parpadeó despertando de su ensueño sangriento y encontrándose rodeado por enanos. Todos ellos alzaban sus armas hacia él y se preparaban para arremeter. Ukfur movió su espada de forma desesperada, aferrándose a la supervivencia, a la vida, pero no le sirvió de mucho.
El líder orco gritó cuando le cortaba el cuello a uno de los enanos, al sentir cómo le rompían la pierna derecha con un martillo. Cerró los ojos con fuerza y trató de llevárselo por delante, pero ese mismo enano se rio apartándose de la trayectoria de su golpe y levantando su dedo índice enguantado de metal hacia el cielo. Ukfur alzó la mirada y vio cómo un hacha más grande de lo corriente para un enano ejecutaba un arco sobre él. Abrió la boca intentando reaccionar a tiempo, y esa expresión quedó grabada en su semblante decapitado.
Los orcos lucharon con fervor, pero de nada sirvió: los enanos se adentraron más y más en la ciudad, arrasando con lo que veían y sin ser generosos. Masacraron a los guerreros, descuartizaron a las mujeres y decapitaron a los niños.
Dos días más tarde, cuando el Sol volvía a alzarse en el horizonte e iluminaba el prado verde del que provenía tan inmenso ejército, Tharrum Fusefist, quien encabezaba a las diminutas criaturas, alzó la bandera de su patria. Todo enano presente vitoreó su nombre y alabó sus grandes dotes militares.
El líder enano sonreía con una mano levantada en señal de saludo y respeto hacia los suyos. Sostuvo la posición durante un rato, mientras el todavía ensombrecido, pero cielo azul abría paso a la luz y se ceñía sobre su pesada armadura.
Tharrum permitió que uno de sus escuderos le diera la mano para bajar del soporte de piedra en el que se había subido y caminó torpemente debido a la fatiga. Las piernas le dolían y el pelo le danzaba molestosamente, raspando lo poco de piel que se entreveía por encima de la barba.
El oscuro reinado de losorcos había finalizado; larga vida a los enanos.
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Red Rule
FantasyEl mundo de Seahatope corre grave peligro: la Gran Guerra ha terminado, y los enanos han salido victoriosos. En una sociedad decadente, al servicio de las perversiones raciales, los elfos y humanos luchan por salir adelante. ¿Cuán lejos han ido los...