Maldita. Egoísta. De mierda.
Se lanzó. Dio un paso hasta colocarse al borde del acantilado. Pero no echó hacia atrás. No miró por última vez el mundo. No dudó, no titubeó ni un diminuto instante. Saltó al vacío. Rápido y sin pensar. Sin plantearse ni una milésima de segundo la destrucción masiva que conllevaría su salto. No pensó en nada más que en ella y el vacío que sentía. O el vacío que sentiría cuando su cuerpo impactara con rabia contra las rocas. O tal vez pensó en ambos vacíos. O tal vez en ninguno. Supongo que eso, ahora, tampoco importa.
Cuanto más lo repito, menos real me parece. Más inverosímil cada minuto que pasa. Se lanzó como un soldado abatido por un tiro traicionero a la espalda. Como si nada, como si nadie, como si nunca. Como si todo en lo que un día creyó, se hubiera reducido a escombros. Todo lo que ella había amado se desvanecía por momentos. Hasta que se desvaneció ella también. Como la espuma del mar. Un cuerpo sin vida arrastrado por la marea. Entre las olas. Perdida entre un millón de gotas de agua. Perdida entre un millón de lágrimas que nunca lloró. Y que, sin duda, debió haber derramado.

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Mía
RomansaLa historia de las noches que necesita un chico bueno para olvidar a una chica mala.