LOS OJOS DE GARY GILMOUR

98 1 0
                                    

El primer recuerdo. La cárcel. El cielo azul y los patos salvajes. Siempre el mismo maldito cuento. Claro. El cuento del paletero Danny. La cárcel. El cielo azul. La cárcel y su olor lejano, ausente. Max nació en la cárcel. Su madre había sido hecha prisionera por haber matado a su marido. No importa porqué lo mató. Solamente importa cómo. Le llenó la boca de lechugas, remolachas y espinacas y lo ahogó y le dijo te vi cerdo. Hasta nunca. En todo caso Max nació en la prisión, celda número 56, patio 5. 

El primer recuerdo de Max son las máquinas de coser Singer que alguna vez donó algún alcalde. Todas las mañanas las reclusas se ponían a coser ropa cerca de las ventanas mientras Max jugaba con la única pelota de basket que había en el patio número 5. A su madre le decían la Pielroja. Tenía el pelo negro y sus manos parecían hechas para matar coyotes en las noches de luna. Todas las noches La Pielroja le contaba cuentos a Max en la celda número 56. Comían en el mismo plato. Siempre era lo mismo. Sopa Maggi de minestrone, una mogolla y café negro.

Cuando Max creció las otras reclusas jugaban con él. Lo disfrazaban de perro y por poco lo vuelven marica. Creo que definitivamente lo salvó un pequeño radio que se robó de una celda vecina.

Definitivamente los home runs de Pete Rose y los puños de Alí, de Foreman y Frazer lo salvaron de aquello. Todas las noches después de que su madre le contaba algún cuento, siempre el mismo maldito cuento, ese que decía que el paletero Danny se había ido al África a venderle paletas de vainilla para la pandilla y paleta de melón para el león, Max se quedaba escuchando las peleas de boxeo. Pero no tenía con quien hablar de Foreman porque su madre y las otras reclusas siempre estaban parloteando de corpiños, de ligueros, de la puntada francesa, de las agujas.

Con el tiempo Max se fue ganando la confianza de los guardias. Fue así como poco a poco conoció los otros patios de la prisión. Con el guardia Monroe por lo menos podía hablar de boxeo y de los deportes. Fue Monroe el que lo llevó a la celda número 90 donde estaba Gary. Gary Gilmour, condenado a la silla eléctrica. Gary tenía unos ojos azules profundos. Era huérfano y en su juventud había cantado en el metro para no morirse de hambre. 

Gary olía a limpio y su camisa azul número 676869 le quedaba algo grande. Gary tenía una expresión extraña en la mirada. En efecto Gary era un poco tigre, un poco paloma, un poco pato salvaje. Gary tenía la lógica de las aves. O de las hormigas. Era silencioso. Pasaba los días metido en aquellas rejas a través del humo azul del cigarrillo, a través de una canción. A través del olor de las galletas y el café. Caminaba de pared a pared como los gorriones. Despacio. En silencio. Y tal vez pensaba en el olor a pan de los días. En ese olor que llegaba hasta su puta celda. En ese olor que se le iba por entre los ojos, por debajo de sus silencios, por debajo del olor de sus calzoncillos. Mierda. El olor de los días y Gary detrás de unas rejas. Gary extrañaba el olor de las calles, de esas calles llenas de luces, ruidos, buses y mujeres. Mierda. En la prisión sólo olía a desinfectante. El olor del mundo estaba del otro lado. Del otro lado estaban esos pequeños olorcitos que conformaban los días. El olor de unas babitas dormidas, el olor de las rubias, ese perfume animal, el olor de los buses llenos de rostros fugaces, el olor de las teticas, ese olor parecido a la felicidad, el olor del licor, de la tarde, de los árboles, en fin, esos olores que venían de los bares, de los techos, de las ventanas, de la ropa, de la lluvia y de las personas de la calle. El olor de las mañanas. Gary tenía la leve sensación de que lo mejor de la vida siempre sucedía en las mañanas. Las mañanas eran un lapso de tiempo transparente, una delgada franja invisible donde se tejían los sueños, las palabras, los parques y el whisky. Estaba convencido que en las mañanas se fabricaban las mujeres, los árboles y la lluvia. La luz. El silencio. La mañana. El olor de la mañana. El resto del día era idiota. No valía la pena vivirlo. Lo mejor siempre sucedía en ese tejido de pequeñas nubes, en ese tejido absurdo que contenía la lluvia, la nada, el mareo, la locura, la mierda, las aves y la luz.

Opio en las nubesWhere stories live. Discover now