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PRIMERA FASE: INTERNAMIENTO EN EL CAMPO
Al examinar e intentar ordenar la gran cantidad de material recogido como
resultado de las numerosas observaciones y experiencias de los prisioneros, cabe
distinguir tres fases en las reacciones mentales de los internados en un campo de
concentración: la fase que sigue a su internamiento, la fase de la auténtica vida en
el campo y la fase siguiente a su liberación.
Estación Auschwitz
El síntoma que caracteriza la primera fase es el shock. Bajo ciertas condiciones el
shock puede incluso preceder a la admisión formal del prisionero en el campo.
Ofreceré, como ejemplo, las circunstancias de mi propio internamiento.
Unas 1500 personas estuvimos viajando en tren varios días con sus
correspondientes noches; en cada vagón éramos unos 80. Todos teníamos que
tendernos encima de nuestro equipaje, lo poco que nos quedaba de nuestras
pertenencias. Los coches estaban tan abarrotados que sólo quedaba libre la parte
superior de las ventanillas por donde pasaba la claridad gris del amanecer.
Todos creíamos que el tren se encaminaba hacia una fábrica de municiones en
donde nos emplearían como fuerza salarial. No sabíamos dónde nos
encontrábamos ni si todavía estábamos en Silesia o ya habíamos entrado en
Polonia. El silbato de la locomotora tenía un sonido misterioso, como si enviara un
grito de socorro en conmiseración del desdichado cargamento que iba destinado a
la perdición. Entonces el tren hizo una maniobra, nos acercábamos sin duda a una
estación principal. Y, de pronto, un grito se escapó de los angustiados pasajeros:
"¡Hay una señal, Auschwitz!" Su solo nombre evocaba todo lo que hay de horrible
en el mundo: cámaras de gas, hornos crematorios, matanzas indiscriminadas. El
tren avanzaba muy despacio, se diría que estaba indeciso, como si quisiera evitar
a sus pasajeros, cuanto fuera posible, la atroz constatación: ¡Auschwitz! A medida
que iba amaneciendo se hacían visibles los perfiles de un inmenso campo: la larga
extensión de la cerca de varias hileras de alambrada espinosa; las torres de
observación; los focos y las interminables columnas de harapientas figuras
humanas, pardas a la luz grisácea del amanecer, arrastrándose por los desolados
campos hacia un destino desconocido. Se oían voces aisladas y silbatos de mando,
pero no sabíamos lo que querían decir. Mi imaginación me llevaba a ver horcas con
gente colgando de ellas. Me estremecí de horror, pero no andaba muy
desencaminado, ya que paso a paso nos fuimos acostumbrando a un horror
inmenso y terrible.
A su debido tiempo entramos en la estación. El silencio inicial fue interrumpido por
voces de mando: a partir de entonces íbamos a escuchar aquellas voces ásperas y
chillonas una y otra vez, en todos los campos. Sonaban igual que el último grito de
una víctima, y sin embargo había cierta diferencia: eran roncas, cortantes, como si
vinieran de la garganta de un hombre que tuviera que estar gritando así sin parar,
un hombre al que asesinaran una y otra vez... Las portezuelas del vagón se
abrieron de golpe y un pequeño destacamento de prisioneros entró alborotando.
Llevaban uniformes rayados, tenían la cabeza afeitada, pero parecían bien
alimentados. Hablaban en todas las lenguas europeas imaginables y todos
parecían conservar cierto humor, que bajo tales circunstancias sonaba grotesco.
Como el hombre que se ahoga y se agarra a una paja, mi innato optimismo (que
tantas veces me había ayudado a controlar mis sentimientos aun en las 12
situaciones más desesperadas) se aferró a este pensamiento: los prisioneros
tienen buen aspecto, parecen estar de buen humor, incluso se ríen, ¿quién sabe?
Tal vez consiga compartir su favorable posición.
Hay en psiquiatría un estado de ánimo que se conoce como la "ilusión del indulto",
según el cual el condenado a muerte, en el instante antes de su ejecución, concibe
la ilusión de que le indultarán en el último segundo. También nosotros nos
agarrábamos a los jirones de esperanza y hasta el último momento creímos que no
todo sería tan malo. La sola vista de las mejillas sonrosadas y los rostros redondos
de aquellos prisioneros resultaba un gran estímulo. Poco sabíamos entonces que
componían un grupo especialmente seleccionado que durante años habían sido el
comité de recepción de las nuevas expediciones de prisioneros que llegaban a la
estación un día tras otro. Se hicieron cargo de los recién llegados y de su equipaje,
incluidos los escasos objetos personales y las alhajas de contrabando. Auschwitz
debe haber sido un extraño lugar en aquella Europa de los últimos años de la
guerra, un lugar repleto de tesoros inmensos en oro y plata, platino y diamantes,
depositados en sus enormes almacenes, sin contar los que estaban en manos de
las SS.
A la espera de trasladarlos a otros campos más pequeños, metieron a 1100
prisioneros en una barraca construida para albergar probablemente a unas
doscientas personas como máximo. Teníamos hambre y frío y no había espacio
suficiente ni para sentarnos en cuclillas en el suelo desnudo, no digamos ya para
tendernos. Durante cuatro días, nuestro único alimento consistió en un trozo de
pan de unos 150 gramos. Pero yo oí a los prisioneros más antiguos que estaban a
cargo de la barraca regatear, con uno de los componentes del comité de recepción,
por un alfiler de corbata de platino y diamantes. Al final, la mayor parte de las
ganancias se convertían en tragos de aguardiente. No me acuerdo ya de cuántos
miles de marcos se necesitaban para comprar la cantidad de Schnaps necesaria
para pasar una "tarde alegre", pero sí sé que los prisioneros veteranos necesitaban
esos tragos. ¿Quién podría culparles de tratar de drogarse bajo tales
circunstancias? Había otro grupo de prisioneros que conseguían aguardiente de las
SS casi sin limitación alguna: eran los hombres que trabajaban en las cámaras de
gas y en los crematorios y que sabían muy bien que cualquier día serían relevados
por otra remesa y tendrían que dejar su obligado papel de ejecutores para
convertirse en víctimas.
La primera selección
Creo que todos los que formaban parte de nuestra expedición vivían con la ilusión
de que seríamos liberados, de que, al final, todo iba a salir muy bien. No nos
dábamos cuenta del significado que encerraba la escena que expongo a
continuación. Hasta la tarde no comprendimos su sentido. Nos dijeron que
dejáramos nuestro equipaje en el tren y que formáramos dos filas, una de mujeres
y otra de hombres, y que desfiláramos ante un oficial de las SS. Por sorprendente
que parezca, tuve el valor de esconder mi macuto debajo del abrigo. Uno a uno,
los hombres pasamos ante el oficial. Me daba cuenta del peligro que corría si el
oficial localizaba mi saco. Lo menos que haría sería derribarme al suelo de una
bofetada; lo sabía por propia experiencia. Instintivamente, al irme aproximando a
él me enderecé de modo que no se diera cuenta de mi pesada carga. Ahora lo
tenía frente a frente. Era un hombre alto y delgado y llevaba un uniforme
impecable que le sentaba perfectamente. ¡Qué contraste con nosotros, todos
sucios y mugrientos después de tan largo viaje! Había adoptado una actitud de 13
aparente descuido sujetándose el codo derecho con la mano izquierda. Ninguno de
nosotros tenía la más remota idea del siniestro significado que se ocultaba tras
aquel pequeño movimiento de su dedo que señalaba unas veces a la izquierda y
otras a la derecha, pero sobre todo a la derecha. Tocaba mi turno. Alguien me
susurró que si nos enviaban a la derecha ("desde el punto de vista del
espectador") significaba trabajos forzados, mientras que la dirección a la izquierda
era para los enfermos e incapaces de trabajar, a quienes enviaban a otro campo.
No podía hacer otra cosa que dejar que las cosas siguieran su curso, como así
sería a partir de entonces muchas veces más. El macuto me pesaba y me obligaba
a ladearme hacia la izquierda, pero hice un esfuerzo para caminar erguido. El
hombre de las SS me miró de arriba abajo y pareció dudar; después puso sus dos
manos sobre mis hombros. Intenté con todas mis fuerzas parecer distinguido: me
hizo girar hasta que quedé frente al lado derecho y seguí andando en aquella
dirección.
Por la tarde nos explicaron la significación del juego del dedo. Se trataba de la
primera selección, el primer veredicto sobre nuestra existencia o no existencia.
Para la gran mayoría de aquella expedición, cerca de un 90%, significó la muerte;
la sentencia se ejecutó en las horas siguientes. Los que fueron enviados hacia la
izquierda marcharon directamente desde la estación al crematorio. Dicho edificio,
según me contó un prisionero que trabajaba allí, tenía escrito sobre sus puertas en
varios idiomas europeos, la palabra "baño". Al entrar, a cada prisionero se le
entregaba una pastilla de jabón y después..., pero gracias a Dios no necesito
relatar lo que sucedía después. Muchos han escrito ya sobre tanto horror. Los que
nos habíamos salvado, la minoría de nuestra expedición, supo aquella tarde la
verdad.
Pregunté a los prisioneros que llevaban allí algún tiempo a dónde podrían haber
enviado a mi amigo y colega P. "¿Lo mandaron hacia la izquierda?" "Sí", repliqué.
"Entonces puede verle allí", me dijeron. "¿Dónde?" La mano señalaba la chimenea
que había a unos cuantos cientos de yardas y que arrojaba al cielo gris de Polonia
una llamarada de fuego que se disolvía en una siniestra nube de humo.
"Allí es donde está su amigo, elevándose hacia el cielo", fue su respuesta. Pero
entonces todavía no comprendía lo que quería decir hasta que me revelaron la
verdad con toda su crudeza. Pero me estoy adelantando al contar las cosas. Desde
un punto de vista psicológico, teníamos un largo, muy largo, camino por delante
desde que pusimos el pie en la estación hasta nuestra primera noche en el campo.
Escoltados por los guardias de las SS que iban cargados con pesados fusiles, nos
hicieron recorrer a paso ligero el camino que desde la estación atravesaba la
alambrada electrificada y el campo, hasta llegar al pabellón de desinfección; para
aquellos de nosotros que habíamos pasado la primera selección, fue un auténtico
baño. Una vez más se vio confirmada nuestra ilusión de salvarnos. Los hombres de
las SS parecían casi casi encantadores. Pronto supimos por qué: eran amables con
nosotros mientras teníamos nuestros relojes de pulsera y nos podían persuadir, en
todos los tonos y maneras, para que se los entregáramos. ¿Acaso no habíamos
perdido ya todo lo que poseíamos? ¿Por qué no habíamos de dar nuestro reloj a
aquellas personas relativamente agradables? Tal vez algún día nos lo devolverían
con creces.
Desinfección
Esperamos en un cobertizo que parecía ser la antesala de la cámara de
desinfección. Los hombres de las SS aparecieron y extendieron unas mantas sobre 14
las que teníamos que echar todo lo que llevábamos encima: relojes y joyas.
Todavía había entre nosotros unos cuantos ingenuos que preguntaron, para
regocijo de los más avezados que actuaban de ayudantes, si no podían conservar
su anillo de casados, una medalla o algún amuleto de oro. Nadie podía aceptar
todavía el hecho de que todo, absolutamente todo, se lo llevarían. Intenté
ganarme la confianza de uno de los prisioneros de más edad. Acercándome a él
furtivamente, señalé el rollo de papel en el bolsillo interior de mi chaqueta y dije:
"Mira, es el manuscrito de un libro científico. Ya sé lo que vas a decir: que debo
estar agradecido de salvar la vida, que eso es todo cuanto puedo esperar del
destino. Pero no puedo evitarlo, tengo que conservar este manuscrito a toda
costa: contiene la obra de mi vida. ¿Comprendes lo que quiero decir?"
Sí, empezaba a comprender. Lentamente, en su rostro se fue dibujando una
mueca, primero de piedad, luego se mostró divertido, burlón, insultante, hasta que
rugió una palabra en respuesta a mi pregunta, una palabra que siempre estaba
presente en el vocabulario de los internados en el campo: "¡Mierda!" Y en ese
momento toda la verdad se hizo patente ante mí e hice lo que constituyó el punto
culminante de la primera fase de mi reacción psicológica: borré de mi conciencia
toda vida anterior.
De pronto se produjo cierto revuelo entre mis compañeros de viaje, que hasta ese
momento permanecían de pie con los rostros pálidos, asustados, debatiéndose sin
esperanza. Otra vez oíamos gritar, dando órdenes, a aquellas voces roncas. A
empujones, nos condujeron a la antesala inmediata a los baños. Allí nos
agrupamos en torno a un hombre de las SS que esperó hasta que todos hubimos
llegado. Entonces dijo: "Os daré dos minutos y mediré el tiempo por mi reloj. En
estos dos minutos os desnudaréis por completo y dejaréis en el suelo, junto a
vosotros, todas vuestras ropas. No podéis llevar nada con vosotros a excepción de
los zapatos, el cinturón, las gafas y, en todo caso, el braguero. Empiezo a contar:
¡ahora!" Con una rapidez impensable, la gente se fue desnudando.
Según pasaba el tiempo, cada vez se ponían más nerviosos y tiraban torpemente
de su ropa interior, sin acertar con los cinturones ni con los cordones de los
zapatos. Fue entonces cuando oímos los primeros restallidos del látigo; las correas
de cuero azotaron los cuerpos desnudos. A continuación nos empujaron a otra
habitación para afeitarnos: no se conformaron solamente con rasurar nuestras
cabezas, sino que no dejaron ni un solo pelo en nuestros cuerpos. Seguidamente
pasamos a las duchas, donde nos volvieron a alinear. A duras penas nos
reconocimos; pero, con gran alivio, algunos constataban que de las duchas salía
agua de verdad...
Nuestra única posesión: la existencia desnuda
Mientras esperábamos a ducharnos, nuestra desnudez se nos hizo patente: nada
teníamos ya salvo nuestros cuerpos mondos y lirondos (incluso sin pelo);
literalmente hablando, lo único que poseíamos era nuestra existencia desnuda.
¿Qué otra cosa nos quedaba que pudiera ser un nexo material con nuestra
existencia anterior? Por lo que a mí se refiere, tenía mis gafas y mi cinturón, que
posteriormente hube de cambiar por un pedazo de pan. A los que tenían braguero
les estaba reservada todavía una pequeña sorpresa más. Por la tarde, el prisionero
veterano que estaba a cargo de nuestro barracón nos dio la bienvenida con un
discursito en el que nos aseguró bajo su palabra de honor que, personalmente,
colgaría "de aquella viga" —y señaló hacia ella— a cualquiera que hubiera cosido 15
dinero o piedras preciosas a su braguero. Y orgullosamente explicó que, como
veterano que era, las leyes del campo le daban derecho a hacerlo.
Con los zapatos hubo también sus más y sus menos. Aunque se suponía que los
conservaríamos, los que poseían un par medio decente tuvieron que entregarlos y,
a cambio, les dieron otros zapatos que no les servían. Pero los que estaban en
verdadera dificultad eran los prisioneros que habían seguido el consejo
aparentemente bien intencionado que les dieron (en la antesala) los prisioneros
veteranos y habían cortado las botas altas y untado después jabón en los bordes
para ocultar el sabotaje. Los hombres de las SS parecían estar esperándolo. Todos
los sospechosos de tal delito pasaron a una pequeña habitación contigua. Al cabo
de un rato volvimos a oír los azotes del látigo y los gritos de los hombres
torturados. Esta vez el castigo duró bastante tiempo.
Las primeras reacciones
Las ilusiones que algunos de nosotros conservábamos todavía las fuimos perdiendo
una a una; entonces, casi inesperadamente, muchos de nosotros nos sentimos
embargados por un humor macabro. Supimos que nada teníamos que perder como
no fueran nuestras vidas tan ridículamente desnudas. Cuando las duchas
empezaron a correr, hicimos de tripas corazón e intentamos bromear sobre
nosotros mismos y entre nosotros. ¡Después de todo sobre nuestras espaldas caía
agua de verdad!...
Aparte de aquella extraña clase de humor, otra sensación se apoderó de nosotros:
la curiosidad. Yo había experimentado ya antes este tipo de curiosidad como
reacción fundamental ante ciertas circunstancias extrañas. Cuando en una ocasión
estuve a punto de perder la vida en un accidente de montañismo, en el momento
crítico, durante segundos (o tal vez milésimas de segundo) sólo tuve una
sensación: curiosidad, curiosidad sobre si saldría con vida o con el cráneo
fracturado o cualquier otro percance.
Una fría curiosidad era lo que predominaba incluso en Auschwitz, algo que
separaba la mente de todo lo que la rodeaba y la obligaba a contemplarlo todo con
una especie de objetividad.
Al llegar a este punto, cultivábamos este estado de ánimo como medida de
protección. Estábamos ansiosos por saber lo que sucedería a continuación y qué
consecuencias nos traería, por ejemplo, estar de pie a la intemperie, en el frío de
finales de otoño, completamente desnudos y todavía mojados por el agua de la
ducha. A los pocos días nuestra curiosidad se tornó en sorpresa, la sorpresa de ver
que no nos habíamos resfriado.
A los recién llegados nos estaban reservadas todavía muchas sorpresas de este
tipo. Los médicos que había en nuestro grupo fuimos los primeros en aprender que
los libros de texto mienten. En alguna parte se ha dicho que si no duerme un
determinado número de horas, el hombre no puede vivir. ¡Mentira! Yo había vivido
convencido de que existían unas cuantas cosas que sencillamente no podía hacer:
no podía dormir sin esto, o no podía vivir sin aquello. La primera noche en
Auschwitz dormimos en literas de tres pisos. En cada litera (que medía
aproximadamente 2 X 2,5 m) dormían nueve hombres, directamente sobre los
tablones. Para cada nueve había dos mantas. Claro está que sólo podíamos
tendernos de costado, apretujados y amontonados los unos contra los otros, lo
que tenía ciertas ventajas a causa del frío que penetraba hasta los huesos.
Aunque estaba prohibido subir los zapatos a las literas, algunos los utilizaban como
almohadas a pesar de estar cubiertos de lodo.
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Si no, la cabeza de uno tenía que descansar en el pliegue de un brazo casi
dislocado. Y aún así, el sueño venía y traía olvido y alivio al dolor durante unas
pocas horas.
Me gustaría mencionar algunas sorpresas más acerca de lo que éramos capaces de
soportar: no podíamos limpiarnos los dientes y, sin embargo y a pesar de la fuerte
carencia vitamínica, nuestras encías estaban más saludables que antes. Teníamos
que llevar la misma camisa durante medio año, hasta que perdía la apariencia de
tal. Pasaban muchos días seguidos sin lavarnos ni siquiera parcialmente, porque se
helaban las cañerías de agua y, sin embargo, las llagas y heridas de las manos
sucias por el trabajo de la tierra no supuraban (es decir, a menos que se
congelaran). O, por ejemplo, aquel que tenía el sueño ligero y al que molestaba el
más mínimo ruido en la habitación contigua, se acostaba ahora apretujado junto a
un camarada que roncaba ruidosamente a pocas pulgadas de su oído y, sin
embargo, dormía profundamente a pesar del ruido. Si alguien nos preguntara
sobre la verdad de la afirmación de Dostoyevski que asegura terminantemente que
el hombre es un ser que puede ser utilizado para cualquier cosa, contestaríamos:
"Cierto, para cualquier cosa, pero no nos preguntéis cómo".
¿“Lanzarse contra la alambrada''?
Nuestro ensayo psicológico no nos ha llevado tan lejos todavía; ni tampoco
nosotros los prisioneros estábamos entonces en condiciones de saberlo. Aún nos
hallábamos en la primera fase de nuestras reacciones psicológicas. Lo desesperado
de la situación, la amenaza de la muerte que día tras día, hora tras hora, minuto
tras minuto se cernía sobre nosotros, la proximidad de la muerte de otros —la
mayoría— hacía que casi todos, aunque fuera por breve tiempo, abrigasen el
pensamiento de suicidarse.
Fruto de las convicciones personales que más tarde mencionaré, la primera noche
que pasé en el campo me hice a mí mismo la promesa de que no "me lanzaría
contra la alambrada". Esta era la frase que se utilizaba en el campo para describir
el método de suicidio más popular: tocar la cerca de alambre electrificada. Esta
decisión negativa de no lanzarse contra la alambrada no era difícil de tomar en
Auschwitz. Ni tampoco tenía objeto alguno el suicidarse, ya que para el término
medio de los prisioneros, las expectativas de vida, consideradas objetivamente y
aplicando el cálculo de probabilidades, eran muy escasas. Ninguno de nosotros
podía tener la seguridad de aspirar a encontrarse en el pequeño porcentaje de
hombres que sobrevivirían a todas las selecciones.
En la primera fase del shock, el prisionero de Auschwitz no temía la muerte.
Pasados los primeros días, incluso las cámaras de gas perdían para él todo su
horror; al fin y al cabo, le ahorraban el acto de suicidarse.
Compañeros a quienes he encontrado más tarde me han asegurado que yo no fui
uno de los más deprimidos tras el shock del internamiento. Recuerdo que me
limité a sonreír y, muy sinceramente, cuando ocurrió este episodio la mañana
siguiente a nuestra primera noche en Auschwitz. A pesar de las órdenes estrictas
de no salir de nuestros barracones, un colega que había llegado a Auschwitz unas
semanas antes se coló en el nuestro.
Quería calmarnos y tranquilizarnos y nos contó algunas cosas. Había adelgazado
tanto que, al principio, no le reconocí. Con un tinte de buen humor y una actitud
despreocupada nos dio unos cuantos consejos apresurados: "¡No tengáis miedo!
¡No temáis las selecciones! El Dr. M. (jefe sanitario de las SS) tiene cierta debilidad
por los médicos." (Esto era falso; las amables palabras de mi amigo no 17
correspondían a la verdad. Un prisionero de unos 60 años, médico de un bloque de
barracones, me contó que había suplicado al Dr. M. para que liberara a su hijo que
había sido destinado a la cámara de gas. El Dr. M. rehusó fríamente ayudarle.)
"Pero una cosa os suplico, continuó, que os afeitéis a diario, completamente si
podéis, aunque tengáis que utilizar un trozo de vidrio para ello... aunque tengáis
que desprenderos del último pedazo de pan. Pareceréis más jóvenes y los
arañazos harán que vuestras mejillas parezcan más lozanas. Si queréis
manteneros vivos sólo hay un medio: aplicaros a vuestro trabajo. Si alguna vez
cojeáis, si, por ejemplo, tenéis una pequeña ampolla en el talón, y un SS lo ve, os
apartará a un lado y al día siguiente podéis asegurar que os mandará a la cámara
de gas. ¿Sabéis a quién llamamos aquí un "musulmán"? Al que tiene un aspecto
miserable, por dentro y por fuera, enfermo y demacrado y es incapaz de realizar
trabajos duros por más tiempo: ése es un "musulmán". Más pronto o más tarde,
por regla general más pronto, el "musulmán" acaba en la cámara de gas. Así que
recordad: debéis afeitaros, andar derechos, caminar con gracia, y no tendréis por
qué temer al gas. Todos los que estáis aquí, aun cuando sólo haga 24 horas, no
tenéis que temer al gas, excepto quizás tú." Y entonces señalando hacia mí, dijo:
"Espero que no te importe que hable con franqueza." Y repitió a los demás: "De
todos vosotros él es el único que debe temer la próxima selección.
Así que no os preocupéis." Y yo sonreí. Ahora estoy convencido de que cualquiera
en mi lugar hubiera hecho lo mismo aquel día. Fue Lessing quien dijo en una
ocasión: "Hay cosas que deben haceros perder la razón, o entonces es que no
tenéis ninguna razón que perder." Ante una situación anormal, la reacción anormal
constituye una conducta normal. Aún nosotros, los psiquiatras, esperamos que los
recursos de un hombre ante una situación anormal, como la de estar internado en
un asilo, sean anormales en proporción a su grado de normalidad. La reacción de
un hombre tras su internamiento en un campo de concentración representa
igualmente un estado de ánimo anormal, pero juzgada objetivamente es normal y,
como más tarde demostraré, una reacción típica, dadas las circunstancias.