Tercera Fase

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TERCERA FASE: DESPUÉS DE LA LIBERACIÓN
Y ahora, en el último capítulo dedicado a la psicología de un campo de
concentración, analicemos la psicología del prisionero que ha sido liberado. Para
describir las experiencias de la liberación, que han de ser personales por fuerza,
reanudaremos el hilo en aquella parte de nuestro relato que hablaba de la mañana
en que, tras varios días de gran tensión, se izó la bandera blanca a la entrada del
campo. Al estado de ansiedad interior siguió una relajación total. Pero se
equivocaría quien pensase que nos volvimos locos de alegría. ¿Qué sucedió,
entonces?
Con torpes pasos, los prisioneros nos arrastramos hasta las puertas del campo.
Tímidamente miramos a nuestro derredor y nos mirábamos los unos a los otros
interrogándonos.
Seguidamente, nos aventuramos a dar unos cuantos pasos fuera del campo y esta
vez nadie nos impartía órdenes a gritos, ni teníamos que apresurarnos en
evitación de un golpe o un puntapié. ¡Oh, no! ¡Esta vez los guardias nos ofrecían
cigarrillos!
Al principio a duras penas podíamos reconocerlos, ya que se habían dado mucha
prisa en cambiarse de ropa y vestían de civiles. Caminábamos despacio por la
carretera que partía del campo. Pronto sentimos dolor en las piernas y temimos
caernos, pero nos repusimos, queríamos ver los alrededores del campo con los
ojos de los hombres libres, por vez primera. "¡Somos libres!", nos decíamos una y
otra vez y aún así no podíamos creerlo.
Habíamos repetido tantas veces esta palabra durante los años que soñamos con
ella, que ya había perdido su significado. Su realidad no penetraba en nuestra
conciencia; no podíamos aprehender el hecho de que la libertad nos perteneciera.
Llegamos a los prados cubiertos de flores. Las contemplábamos y nos dábamos
cuenta de que estaban allí, pero no despertaban en nosotros ningún sentimiento.
El primer destello de alegría se produjo cuando vimos un gallo con su cola de
plumas multicolores. Pero no fue más que un destello: todavía no pertenecíamos a
este mundo.
Por la tarde y cuando otra vez nos encontramos en nuestro barracón, un hombre
le dijo en secreto a otro: "¿Dime, estuviste hoy contento?"
Y el otro le contestó un tanto avergonzado, pues no sabía que los demás
sentíamos de igual modo: "Para ser franco: no." Literalmente hablando, habíamos
perdido la capacidad de alegrarnos y teníamos que volverla a aprender,
lentamente.
Desde el punto de vista psicológico, lo que les sucedía a los prisioneros liberados
podría denominarse "despersonalización".
Todo parecía irreal, improbable, como un sueño. No podíamos creer que fuera
verdad. ¡Cuántas veces, en los pasados años, nos habían engañado los sueños!
Habíamos soñado con que llegaba el día de la liberación, con que nos habían
liberado ya, habíamos vuelto a casa, saludado a los amigos, abrazado a la esposa,
nos habíamos sentado a la mesa y empezado a contar todo lo que habíamos
pasado, incluso que muy a menudo habíamos contemplado, en nuestros sueños, el
día de nuestra liberación. Y entonces un silbato traspasaba nuestros oídos —la
señal de levantarnos— y todos nuestros sueños se venían abajo. Y ahora el sueño
se había hecho realidad. ¿Pero podíamos creer de verdad en él?
El cuerpo tiene menos inhibiciones que la mente, así que desde el primer momento
hizo buen uso de la libertad recién adquirida y empezó a comer vorazmente,
durante horas y días enteros, incluso en mitad de la noche. Sorprende pensar las 55
ingentes cantidades que se pueden comer. Y cuando a uno de los prisioneros le
invitaba algún granjero de la vecindad, comía y comía y bebía café, lo cual le
soltaba la lengua y entonces hablaba y hablaba horas enteras. La presión que
durante años había oprimido su mente desaparecía al fin. Oyéndole hablar se tenía
la impresión de que tenía que hablar, de que su deseo de hablar era irresistible.
Supe de personas que habían sufrido una presión muy intensa durante un corto
período de tiempo (por ejemplo pasar un interrogatorio de la Gestapo) y
experimentaron idénticas reacciones. Pasaron muchos días antes de que no sólo se
soltara la lengua, sino también algo que estaba dentro de todos nosotros; y, de
pronto, aquel sentimiento se abrió por entre las extrañas cadenas que lo habían
constreñido.
Un día, poco después de nuestra liberación, yo paseaba por la campiña florida,
camino del pueblo más próximo. Las alondras se elevaban hasta el cielo y yo podía
oír sus gozosos cantos; no había nada más que la tierra y el cielo y el júbilo de las
alondras, y la libertad del espacio. Me detuve, miré en derredor, después al cielo,
y finalmente caí de rodillas. En aquel momento yo sabía muy poco de mí o del
mundo, sólo tenía en la cabeza una frase, siempre la misma: "Desde mi estrecha
prisión llamé a mi Señor y él me contestó desde el espacio en libertad."
No recuerdo cuanto tiempo permanecí allí, de rodillas, repitiendo una y otra vez mi
jaculatoria. Pero yo sé que aquel día, en aquel momento, mi vida empezó otra vez.
Fui avanzando, paso a paso, hasta volverme de nuevo un ser humano.
El desahogo
El camino que partía de la aguda tensión espiritual de los últimos días pasados en
el campo (de la guerra de nervios a la paz mental) no estaba exento de
obstáculos. Sería un error pensar que el prisionero liberado no tenía ya necesidad
de ningún cuidado. Debemos considerar que un hombre que ha vivido bajo una
presión mental tan tremenda y durante tanto tiempo, corre también peligro
después de la liberación, sobre todo habiendo cesado la tensión tan de repente.
Dicho peligro (desde el punto de vista de la higiene psicológica) es la contrapartida
psicológica de la aeroembolia. Lo mismo que la salud física de los que trabajan en
cámaras de inmersión correría peligro si, de repente, abandonaran la cámara
(donde se encuentran bajo una tremenda presión atmosférica), así también el
hombre que ha sido liberado repentinamente de la presión espiritual puede sufrir
daño en su salud psíquica.
Durante esta fase psicológica se observaba que las personas de naturaleza más
primitiva no podían escapar a las influencias de la brutalidad que les había rodeado
mientras vivieron en el campo. Ahora, al verse libres, pensaban que podían hacer
uso de su libertad licenciosamente y sin sujetarse a ninguna norma. Lo único que
había cambiado para ellos era que en vez de ser oprimidos eran opresores. Se
convirtieron en instigadores y no objetores, de la fuerza y de la injusticia.
Justificaban su conducta en sus propias y terribles experiencias y ello solía ponerse
de manifiesto en situaciones aparentemente inofensivas. En una ocasión paseaba
yo con un amigo camino del campo de concentración, cuando de pronto llegamos a
un sembrado de espigas verdes. Automáticamente yo las evité, pero él me agarró
del brazo y me arrastró hacia el sembrado. Yo balbucí algo referente a no tronchar
las tiernas espigas. Se enfadó mucho conmigo, me lanzó una mirada airada y me
gritó:
"¡No me digas! ¿No nos han quitado bastante ellos a nosotros? 56
Mi mujer y mi hijo han muerto en la cámara de gas —por no mencionar las demás
cosas— y tú me vas a prohibir que tronche unas pocas espigas de trigo?"
Sólo muy lentamente se podía devolver a aquellos hombres a la verdad lisa y llana
de que nadie tenía derecho a obrar mal, ni aun cuando a él le hubieran hecho
daño. Tendríamos que luchar para hacerles volver a esa verdad, o las
consecuencias serían aún peores que la pérdida de unos cuantos cientos de granos
de trigo.
Todavía puedo ver a aquel prisionero que, enrollándose las mangas de la camisa,
metió su mano derecha bajo mi nariz y gritó: "¡Qué me corten la mano si no me la
tiño con sangre el día que vuelva a casa!" Quiero recalcar que quien decía estas
palabras no era un mal tipo: fue el mejor de los camaradas en el campo y también
después.
Aparte de la deformidad moral resultante del repentino aflojamiento de la tensión
espiritual, otras dos experiencias mentales amenazaban con dañar el carácter del
prisionero liberado: la amargura y la desilusión que sentía al volver a su antigua
vida.
La amargura tenía su origen en todas aquellas cosas contra las que se rebelaba
cuando volvía a su ciudad. Cuando, a su regreso, aquel hombre veía que en
muchos lugares se le recibía sólo con un encogimiento de hombros y unas cuantas
frases gastadas, solía amargarse preguntándose por qué había tenido que pasar
por todo aquello. Cuando por doquier oía casi las mismas palabras: "No sabíamos
nada" y "nosotros también sufrimos", se hacía siempre la misma pregunta. ¿Es
que no tienen nada mejor que decirme?
La experiencia de la desilusión es algo distinta. En este caso no era ya el amigo
(cuya superficialidad y falta de sentimientos disgustaban tanto al exclaustrado que
finalmente se sentía como si se arrastrara por un agujero sin ver ni oír a ningún
ser humano) que le parecía cruel, sino su propio sino. El hombre que durante años
había creído alcanzar el límite absoluto del sufrimiento se encontraba ahora con
que el sufrimiento no tenía límites y con que todavía podía sufrir más y más
intensamente.
Cuando hablábamos de los intentos de infundir en el prisionero ánimo para superar
su situación, decíamos que había que mostrarle algo que le hiciera pensar en el
porvenir. Había que recordarle que la vida todavía le estaba esperando, que un ser
humano aguardaba a que él regresara. Pero, ¿y después de la liberación? Algunos
se encontraron con que nadie les esperaba.
Desgraciado de aquel que halló que la persona cuyo solo recuerdo le había dado
valor en el campo ¡ya no vivía!
¡Desdichado de aquel que, cuando finalmente llegó el día de sus sueños, encontró
todo distinto a como lo había añorado! Quizás abordó un trolebús y viajó hasta la
casa que durante años había tenido en su mente, quizá llamó al timbre, al igual
que lo había soñado en miles de sueños, para encontrarse con que la persona que
tendría que abrirle la puerta no estaba allí, ni nunca volvería.
Allá en el campo, todos nos habíamos confesado unos a otros que no podía haber
en la tierra felicidad que nos compensara por todo lo que habíamos sufrido. No
esperábamos encontrar la felicidad, no era esto lo que infundía valor y confería
significado a nuestro sufrimiento, a nuestros sacrificios, a nuestra agonía.
Ahora bien, tampoco estábamos preparados para la infelicidad.
Esta desilusión que aguardaba a un número no desdeñable de prisioneros resultó
ser una experiencia muy dura de sobrellevar y también muy difícil de tratar desde 57
el punto de vista del psiquiatra; aunque tampoco tendría que desalentarle; muy al
contrario, debiera ser un acicate y un estímulo más.
Pero para todos y cada uno de los prisioneros liberados llegó el día en que,
volviendo la vista atrás a aquella experiencia del campo, fueron incapaces de
comprender cómo habían podido soportarlo. Y si llegó por fin el día de su
liberación y todo les pareció como un bello sueño, también llegó el día en que
todas las experiencias del campo no fueron para ellos nada más que una pesadilla.
La experiencia final para el hombre que vuelve a su hogar es la maravillosa
sensación de que, después de todo lo que ha sufrido, ya no hay nada a lo que
tenga que temer, excepto a su Dios.

el hombre en busca del sentido Donde viven las historias. Descúbrelo ahora