En la penumbra de la noche, el sonido agudo del móvil me alertó de una notificación en Instagram. Eran las cuatro de la madrugada de un sábado. Había tardado en dormirme por la ansiedad, aún notaba mis ojos irritados de tanto llorar. Aterrado, leí la notificación. El corazón se me encogió al ver los insultos. Un nudo se formó en mi garganta y sentí cómo el miedo y la angustia me devoraban de nuevo. ¿Tendrían razón? ¿Acaso mi orientación sexual era una enfermedad? ¿Tal vez debería arder en el infierno? El comentario iba acompañado de una foto grotesca, el mensaje era de un usuario anónimo, pero yo intuía quiénes lo habían hecho: unos compañeros que iban a mi clase no habían dejado de acosarme desde que confesé que me consideraba pansexual. Incluso me habían pegado. «No sé qué puedo hacer, me siento aterrado y solo, en la escuela nadie quiere hacerme caso, todos les tienen miedo y no puedo decírselo a mis padres, me asusta que me rechacen», pensé, como si el pánico fuese un depredador que acechaba a su presa.
Lloré, notando un agujero negro en el interior de mi pecho que engullía todo resquicio de esperanza. Me encontraba perdido como un náufrago a la deriva en un mar tempestuoso. No valía nada. Tal vez, si yo no existiera, el mundo sería un lugar mejor. Percibí que la vida era odio y que no merecía la pena seguir en ella. La oscuridad de mi alma se volvía insoportable, y solo se me ocurría una manera de acabar con ese dolor de una vez por todas. Esta existencia tormentosa me superaba...
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Julia al leer una trágica noticia: Otro joven de catorce años se suicida tras ser víctima del acoso escolar. El muchacho había sufrido acoso y discriminación por parte de un grupo de compañeros de su clase desde que reveló su orientación sexual.
No lo conocía de nada, ni si quiera había ocurrido en su país, pero a pesar de todo, las emociones la abrumaban. Ella tenía quince años y conocía demasiado bien lo duros que podían ser el resto de adolescentes con las personas distintas. Lo vivía en sus propias carnes a diario; la insultaban por su aspecto. Tal vez por eso se sintió identificada por lo que le ocurrió al joven extranjero. Conocía ese sufrimiento, aunque se burlasen de ella por algo distinto: por su obesidad y el color oscuro de su piel.
A Julia no solo la acosaban cuando iba a clase, incluso cuando se refugiaba en casa no podía huir de los crueles comentarios. En su e-mail, en Facebook, y hasta en su móvil recibía ofensas casi a diario. Hasta habían hecho un blog anónimo solo para burlarse de la gente como ella, en el que hacían una lista semanal de las personas más feas o los más frikis.
Siempre que se notaba tan nerviosa recurría a la comida para calmar su inquietud, y eso hizo también en aquella ocasión. Simplemente le quitó el envoltorio a la tableta de chocolate blanco con avellanas y engulló los bocados con ansia, como si eso pudiera anestesiar su dolor. Mientras lo hacía, apagó su teléfono para dejar de ver la cara del pobre chico. La culpabilidad comenzó a manifestarse por los pensamientos que la rondaban. Hasta ahora había estado aguantando pero, ¿y si...? No, no debía pensar en aquello. «La vida es algo valioso», eso era lo que le había dicho su madre antes de fallecer de cáncer. ¿Pero de qué servía vivir si ya nada te hacía feliz? ¿Si cada segundo consistía en sostener una inmensa agonía y fingir que todo estaba bien? Su padre la cuidaba lo mejor que podía, por eso nunca le contaba nada. Conocía muy bien los esfuerzos que este hacía para llegar a fin de mes, y a pesar de todo, siempre sacaba tiempo para su niña. Cuando acabó con el dulce abrió un paquete de palomitas. Su progenitor no aprobaría que a la hora de merendar comiera aquello, pero en el fondo sabía que no podría remediarlo. Su trabajo le impedía estar en casa para vigilarla. ¡Cuánto añoraba tener una figura materna para poder contarle todas sus penas! Pero su madre no estaba allí. La comida, en cambio, sí.
Al día siguiente en el instituto todo el mundo estaba enterado de la tragedia acontecida al adolescente pansexual. El ambiente parecía cargado de nerviosismo por parte de los profesores. Era inevitable que se preguntaran si algo así estaría ocurriendo delante de sus narices sin que se enterasen, y si eso pasase, ¿qué podrían hacer para evitarlo?
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¡Levántate y vuela! (Muestra)
RandomA lo largo de las siguientes páginas vais a encontrar diferentes narraciones, pero todas con un nexo común: superar las adversidades de la vida. Es inevitable derrumbarse, llorar y sufrir. Es un sentimiento humano, pero también lo es la fuerza que r...