0. Una lista improvisada pero precisa

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En un temblor espontáneo, reflejo de un creciente nerviosismo, se propuso mandar a un grupo con sus amigos un par de whatsapps que, tras teclear una serie de palabras inconexas, decidió borrar al instante. René no quería rememorar las quejas que había escuchado el domingo pasado en la quedada en el bar «El Casero». Sofía y Marcos, quienes disfrutaban aún de la libertad de los fines de semana estudiantiles, se habían sorprendido de que ya hubiese tomado algunas entrevistas de trabajo. Sin espera de luto, René estaba dispuesto a cumplir la que consideraba su meta después de terminar el máster hace escasos meses, pero aquellos dos coetáneos con cursos pospuestos le habían hecho arrepentirse de tanta celeridad. Acaso René no sabía sobre lo que ellos llamaban «ocio»; quizá solo lo había olvidado desde que no salía a la calle a jugar. Nadie le conocía aficiones más allá de la memorización constante de datos en el encierro de sus distintas habitaciones. Marcos y Sofía entonaban lamentaciones: «¡Pobre René!».

Presionado en cada pensamiento por ambos conocidos del pueblo, y a la vez con un deseo naciente por conocer sobre el tiempo libre, canceló todas las entrevistas pendientes; por suerte no le habían contratado todavía en ninguna de las ya hechas. Desde el domingo de un octubre de calor huidizo, se dispuso a elaborar una lista. Consultó en Google aquellas hermanastras: «qué hacer antes de morir», y le dio un nombre antónimo a la suya: «qué hacer antes de vivir». Cuando lo releyó y lo analizó, soltó el móvil sobre la mesa redonda del salón, adornada con un paño de ganchillo descolorido, y agachó la cabeza. Expiraba la etapa de gestación en que los padres, los profesores y el resto de gente con la que se convive preparan para el porvenir y quizá se había tomado demasiado a conciencia su nacimiento laboral. Pobre René.

En el transcurso de los días no se le había ocurrido nada que poner, y era lo más normal cuando apenas te dedicas a la autocomplacencia; incluso era un milagro que conservase a Sofía y al amargado de Marcos. René tenía el propósito de hacer una lista precisa que contemplara todo lo que forma a una persona en el ocio, pero necesitaba una inevitable ayuda. Aun así, no se atrevía a mensajearles, no quería más comentarios de ellos al respecto, sino que prefería que lo dedujesen —aunque Sofía no tuviese dificultad— con un poco de esfuerzo lógico. Se acomodó en el sofá y tomó el bolígrafo que dispuso para la redacción de sus planes. En la libreta, una de las tantas desusadas que había acumulado con los años en el cajón del escritorio, tenía ya anotadas unas cuantas ideas que nunca había hecho o tras las que pasaron bastantes años: celebrar su cumpleaños, una visita a un parque acuático en verano, una tanda de noches de fiesta con sus alcohólicas consecuencias —no le atraía demasiado—, engancharse a alguna serie de habla anglosajona. Le quedaban varias las cuales era incapaz de imaginar para su desgracia consciente. Pobre René.

Un golpe seco de unos vasos contra el cristal de la mesa. Uno de sus compañeros de piso había llegado sin que se percatase y se había tomado la molestia de ofrecerle agua. La cara de René se tornó pálida y entreabrió la boca en un intento fallido de hablar: no recordaba cómo se llamaba. Cuando él ya había vertido el contenido de la botella, pudo entonces proferir un tímido agradecimiento. El compañero parecía interesado en su persona y René, en parte, lo podía entender; apenas habían coincidido en el transcurso de los tres años desde que se conocieron al alquilar el piso. Se desprendía de él un fuerte olor a las colonias de las tiendas de ropa, con un característico aroma a desinfectante que le hizo encoger la nariz. El compañero le preguntó qué hacía. Pensó qué responder, pero necesitaba una inevitable ayuda, lo que le hizo primero suspirar. Tras un proceso de severo relajamiento, René comenzó el relato, con una introducción bastante larga sobre su encierro pre-vital, acerca de su deseo de emprender una verdadera odisea en ese último año, antes de anclarse a una vida ciudadana y respetable. El compañero escuchó atento todo el monólogo, sin intervenir con dudas, hasta que al final se detuvo a repetir la información dada para poder aprenderla. No acabó la repetición cuando explotó en carcajadas que cortaban el aire encerrado del salón, sin ventana abierta por la que huir de la decepción y el malhumor de René. Incomprensión otra vez. Pobre René.

El compañero, nombrándole con una claridad pasmosa e incomprensible para alguien que no es bueno en relaciones, le asió de la sudadera y tiró con suavidad a fin de impedir su marcha. René se paró y le miró con la expresión de tristeza de quien es rechazado, con una fina mueca en los labios. Este entendió y calmó las últimas risas, que le salían entrecortadas y extenuadas.

—¿No crees que te lo estás tomando muy en serio?

René enarcó las cejas, arrugando el entrecejo, y mostró en sus ojos un destello de sorpresa. Podía escuchar dentro de su cabeza cómo se resquebrajaba con lentitud la ilusión que le proporcionaba la lista. El compañero cogió la libreta y leyó con rápidos y perceptibles movimientos oculares cada una de las escasas ideas ya enumeradas. Con rostro impasible y actos mecanizados, arrancó la hoja ante René, quien tardó un momento en asimilar lo que hacía y encogió el cuerpo en una pose de protección.

—Esto no te sirve para nada. —Le enseñó la hoja y luego la arrugó con ambas manos, formando una bola desigual—. Nada más tienes que hacer lo que te apetezca según el día y tendrás tu lista. Una lista improvisada pero precisa, al fin y al cabo.

El compañero se levantó del sofá e invitó a René a que saliesen un rato a la terraza mientras recogía los vasos y los llevaba a la cocina. René se frotó los ojos con insistencia, con un deje casi obsesivo, y salió sin mediar palabra, solo asintiendo con la cabeza.

Nunca había tenido tiempo de asomarse con detenimiento a la terraza. Eran ya tres los años que llevaba contemplando el mismo paisaje —la piscina comunitaria de una urbanización de bloques y un centro comercial vecino con un visible cartel de ofertas semanales—, pero esa fue la primera vez de un atento vistazo, que le trajo un poco de frescor. Pudo sonreír. No había exámenes ni trabajos que le impidiesen deleitarse en la contemplación del exterior; tampoco tenía pendientes cursos online ni conferencias de la facultad. Solo le quedaba un sol que se desvanecía en el horizonte y que era sustituido en su deber por la luz naciente de las farolas.

Antes de vivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora