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—Señorita Jiménez.

—¿Otra vez usted? —preguntó, dando media vuelta para verlo—. Le creo que es normal que nos encontremos en la universidad, pero no aquí donde ambos somos estudiantes... De por sí, este lugar es demasiado grande como para que usted siga apareciendo de la nada.

—Pensé que mi presencia le era grata —rió, con evidente sarcasmo—. ¿Por qué no ha vuelto a sus tutorías de topografía?

—Es tan cínico como para creer que después de lo que pasó el martes, tengo tan siquiera ganas de volverlo a ver, ¿verdad?

—Es la única estudiante con la que he tenido tantos roces.

—¿Por qué será? —rodeó los ojos, sin dejar de lado su doble sentido—. Ah ya sé, porque yo no soy como las demás. Toda la universidad lo odia, y las que no, bueno —pasó la palma de su mano por su lengua—, usted sabrá. ¡Ay! Pero si casi lo olvido, la otra parte que no lo hace es porque esta tragada del queridísimo y guapísimo señor Castillo.

—¿Entonces me está diciendo que usted no?

—No, querido profesor. A mí no me gustan los inmaduros y mucho menos ser lamebotas. Si me disculpa, creo que nuestras respectivas clases comienzan a las 6. Permiso.

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