Prólogo

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Jessie llegaba de la consulta a su casa, como cada tarde a las siete y media. No se quejaba de su empleo: se limitaba a sentarse tras el mostrador, aguantar unas cuantas quejas y teclear un par de horas a cambio de un sueldo para tres personas. El problema llegaba cuando llegaba a casa. Apostaba a que el alcohólico de su marido y el adefesio de su hijo habrían montado una gorda, como de costumbre. Ya desde el jardín escuchaba gritos desde el interior.

Jessie, de 43 años, era una mujer de pelo rubio, con una cara y un cuerpo que aparentaban más edad de la que tenía. Residía en Kansas, con su marido Jack y su hijo Joseph.

Al abrir la puerta, se encontró el panorama que había predicho: ambos al pie de la escalera, gritándose mutuamente.

- ¡Pedazo de inútil! ¡A ver si te largas de una maldita vez y te ganas la vida como un hombre! -decía Jack.

- ¡Lo haré cuando no me lo digas con ese aliento a cerveza barata y hagas tú lo mismo, parásito de mierda! -respondía Joseph, sin quedarse atrás.

Como siempre, la intervención de Jessie resultó en Joseph subiendo a su cuarto y Jack yendo a la nevera a por otra cerveza. Tras la hora de cenar, Jessie se quedó un rato viendo la televisión, hasta que, sin razón aparente, se perdió la señal. Cambió de canal, pero la respuesta era la misma, así que decidió que al día siguiente llamaría al servicio técnico. No pudo levantarse del sofá sin sentir un profundo dolor en todo su cuerpo, cosa que la hizo gritar. Entre sus lamentos, escuchó lo mismo en la planta de arriba, viniendo de su hijo y su marido. El dolor aumentó más y más, hasta que sus gritos cesaron. Nada se oía, sólo había silencio. En su casa dejó de existir vida alguna. Fuera, en la calle, una canción de muerte se entonaba, cantada por miles de voces. Pocos minutos después, más de la mitad de la población de los Estados Unidos de América era poco más que un recuerdo.

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 Aiday y Anargul volvían como cada miércoles de sus clases de baile en Astaná, Kazajstán. Aún quedaba bastante día -no eran más que las seis y media de la tarde-, pero habían quedado con unas amigas por la noche para estudiar, divertirse un poco y quedarse a dormir en la casa de la anfitriona, Aruzhan, así que tenían que preparar las cosas. Iban discutiendo sobre cosas de adolescentes: ropa, chicos, clases y demás. Fue al doblar la esquina de un atajo que usaban a menudo cuando se encontraron un grupo de hombres bebiendo a la entrada de un portal. Aiday alcanzó a ver que era vodka, y no de muy buena calidad. Tanto ella como Anargul se detuvieron en seco, lo que provocó que los hombres las miraran, primero con sorpresa, y despues con picardía.

- Da la vuelta -susurró Aiday. Ambas se giraron y se dispusieron a salir, pero uno de los componentes del grupo que no advirtieron antes les había cerrado el paso, impidiéndoles la fuga. Él se iba acercando a ellas, lo que las hizo retroceder hacia el portal donde se situaban los otros hombres, ebrios como ellas no podían imaginar.

- ¿A dónde vais, preciosas? -dijo uno de barba larga. Este se levantó y las cercó por un lado, mientras que otros dos se acercaban por el otro, y un último por detrás , haciendo un total de cinco hombres rodeándolas- ¿Os habéis perdido?

- No, estábamos de paso, íbamos a casa -respondió Anargul, rápidamente-. Así que, si no es demasiada molestia, nos gustaría...

- ¿Que os acompañáramos? -soltó el que les cerró el paso- Por mí encantado. ¿Dónde vivís? -Todos se acercaron tanto que las chicas podían oler el alcohol que destilaban sus alientos.

- No, por favor... no -dijo Aiday en voz baja. En ese mismo instante, lo que se estaba convirtiendo en un atardecer se iluminó con una luz cegadora. Primero los hombres, y después Aiday y Anargul levantaron la mirada, con los ojos casi cerrados-. Que Alá nos ayude... -dijo, sorprendida. No pudo continuar sin sentir un dolor extremo en todo el cuerpo, que se propagó por todo el grupo. Todos cayeron al suelo y se retorcieron y gritaron de dolor, y desde lejos escuchaban choques de coche y gente que se unía a su letanía de sufrimiento. Poco tiempo después todo Oriente Medio guardaba un silencio que duraría mucho tiempo.

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En Barcelona, España, lucía un precioso mediodía. Carlos se encontraba en una terraza, almorzando con su compañero de trabajo, Jesús. Estaban situados en un establecimiento con sombrillas, ya que la luz era muy fuerte. Ambos comían un plato que consistía en solomillo de cerdo, patatas fritas y una cerveza. Jesús comentaba a su amigo que las acciones de una pequeña empresa subían como la espuma.

- Vaya, espero que bajen rápido, no nos interesa que la gente venda. -comentaba Carlos.

- Sí, bueno, espera a ver el bajón que va a pegar Bankia, que nos vamos a echar unas risas -respondió su compañero.

- ¿Estás seguro? -inquirió su amigo.

- No me jodas, Carlitos, ¿quién es el genio de la especulación aquí?

- Baja esos humos, no sea que te envíen a Wall Street -Bromeó Carlos, lo que provocó la risa de ambos-. ¿Que tal está tu mujer? ¿Mejor del tobillo?

- Sí, esta haciendo rehabilita... -no terminó la frase sin mirar arriba por un destello que le llamó la atención- ¿Pero qué coño...?

Carlos levantó la mirada justo para ver una luz que dejaba al sol al nivel de una triste y maltrecha bombilla, y al instante empezó a sentir punzadas de un penetrante dolor que hizo gritar como desalmados a todos los presentes. Gritaron y gritaron, apagando la música que sonaba por las calles, hasta que sólo esta se podía escuchar, ante la ausencia de voces. Pronto, todo el territorio contenido entre la mitad este de los Estados Unidos y el comienzo del Lejano Oriente guardó silencio... Aguardando una voz que lo quebrase

El fin de la vida en la Tierra tal y como la conocían acababa de dar comienzo, y no iba a ser agradable.

Homo FuturisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora