Capítulo 8

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Conseguimos llegar al área del Atrio sin ningún contratiempo, más allá del traqueteo, golpes y sacudidas del ascensor. Ya teníamos las chimeneas a la vista cuando de entre el gentío comenzaron a aparecer Carroñeros, una veintena de ellos, que posaron sus ojos en mí en cuestión de segundos, y luego se fijaron en mis indeseables compañeros. Maldije mi suerte, y ahí fue cuando todo comenzó.

Las maldiciones volaban de un lado a otro de la gran sala, haciendo que los trabajadores del Ministerio, los más sensatos, huyeran gritando aterrorizados. Mejor que salieran de toda esta mierda lo más rápido posible, ningún inocente merecía verse en medio de una batalla a muerte.

Los Carroñeros caían por sencillas maldiciones lanzadas por el Trío Dorado, maldiciones y hechizos jodidamente inofensivos cuando nos encontramos en una puta guerra, ¡no estábamos en una maldita clase de Defensa Contra las Artes Oscuras! ¡Qué narices hacían gritando Desmaius y Petrificus Totalus, cuando nos atacaban con Avadas!

Saltamos bajo la mesa de recepción, protegiéndonos de las maldiciones de los Carroñeros, que cada vez se acercaban más y más. No íbamos a salir de esta, y lo peor era que mi tapadera se había ido a la mierda, y como consecuencia, la Resistencia, la Orden del Fénix, y todos los toca cojones que tenían ganas de inmolarse, no recibirían más información del lado Oscuro.

Lancé otro Crucio a uno de los Carroñeros, estaba demasiado cerca para mi gusto.

–¡Tenéis que largaros! –les grité.

–¿Y cómo coño lo hacemos? –me respondió Weasley.

–¡Maldita sea! –me incliné hacia un lado cuando una maldición asesina pasó volando a pocos centímetros de mi cara. Le respondí con un Eviscerate.

El Carroñero comenzó a retorcerse sobre el suelo de mármol, chillando como un cerdo, con las tripas desprendiéndose de su cuerpo. Se arrodilló con esfuerzo tratando de recoger las vísceras, que se escurrían por la sangre de entre sus dedos. Sonreí con satisfacción, hasta que vi la cara de Granger, pálida, mirándome con horror; me encogí de hombros, y volví a agacharme.

–Tengo una idea– dijo Potter de pronto– vosotros corred hacia la primera Red Flu cuando dé la señal. –se puso de pie y salió corriendo, gritando como un loco que él era el Indeseable Número 1, el gran Harry Potter.

Todos los Carroñeros que quedaban se giraron hacia él, dirigiendo sus varitas a su cabeza.

–¡Corred! –no lo hicimos... ¿Ese anormal con complejo de héroe estaba tomándonos el pelo? Qué coño se supone que íbamos a hacer contra el Lord Oscuro si el muy idiota moría justo ahora.

Conté los carroñeros que quedaban. Seis. Inspiré hondo mientras veía a Potter ocultarse tras una de las columnas. Salí de debajo del gran escritorio lleno de panfletos del Ministerio. Tomé con mi mano derecha la varita, y me arremangué la camisa negra en el otro brazo.

–Magna Serpens, Neca– susurré apoyando la varita contra la gran serpiente del Mosmordre tatuado en mi antebrazo. Esta comenzó a cobrar vida, llenándose de energía, reptando sobre la calavera...– Avada Kedavra– concentré el hechizo en los seis Carroñeros restantes, que ahora acorralaban a Potter, extendí mi mano hacia ellos, mientras Granger y Weasley gritaban.

Seis potentes haces de luz fueron expulsados de mi mano, cada uno de ellos rodeado de una serpiente con las fauces abiertas.

No pudieron protegerse.

Caí al suelo de rodillas, exhausto, sosteniendo mi cabeza palpitante, y tosiendo sangre negra, contaminada. Aquel hechizo... me había jurado que nunca más lo emplearía.

Justo en el momento en que los tres leones se acercaban a mí, escuché los pasos apresurados de alguien que se alejaba en una alocada carrera. Miré, demasiado agotado para levantar la varita, y suspiré. Ahí iba... mi última oportunidad para mantener mi tapadera se alejaba a grandes zancadas... seguramente el Señor Oscuro acababa de ser informado de mi preciosa traición.

Antes de que me diese cuenta todo se había vuelto negro.

En Nombre de SnapeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora