I: De aves y espadas

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Trece años atrás...

Asta Dyala tenía siete años cuando logró escapar del Templo Mayor de Enalth. Burlando a las sacerdotisas de la primera planta y a los oráculos en el pasillo, los semidioses de las puertas de las murallas de Ember y a los sacerdotes que gritaban su nombre mientras ella se escabullía entre los arbustos de manzanas doradas en las limitaciones con el reino de Moorland.

            Se paseó por el bosque rojo que había a escuchado a su padre narrar y visto a su tía pintar. Era aún más magenta de lo que creía y tenía un extraño olor a manzana, lo cual la llevó a perderse del camino que creía haber planeado con sus habilidades como hada de los animales y el alma de un león en su poder, pero estaba algo equivocada cuando se dio la vuelta y el olor a manzana la confundió.

            Un poco preocupada por la confusión de sus sentidos, algo más llamó su atención. Un conejo de tres ojos y de color purpura le sacudió la nariz, Asta lo tomó como un reto y lo persiguió por un largo trayecto, como acostumbraba dentro del Templo Mayor.

            Pero cuando Asta elevó los brazos lista para atrapar al conejillo, algo se interpuso entre su diversión y ella. Un par de botas sucias la hicieron levantar la mirada con confusión. No conocía mucho de lo que había fuera de las murallas de Ember, pero había leído junto a su padre lo suficiente para haber aprendido a diferenciar a los diferentes habitantes de los reinos. Por lo que no le fue tan complicado reconocer el cabello rojo del hombre y la piel marcada de cicatrices, común en los miembros de los grupos barbaros de Moorland.

            —Bueno — murmuró el moorlés —, pero ¿qué tenemos aquí?

            —Parecer ser una niña — susurró una voz arribando con Asta.

            —Una niña Santa de Ember, vean sus ropas — indicó el tercer presente, una mujer.

            El primer hombre la tomó por el cuello de la túnica y la elevó al centro del trío de Moorland que le miraba con curiosidad. Los niños de Ember nunca salían, mucho menos una niña vestida de oro y con broches de plata con el símbolo de Enalth.

            Asta preguntó si estaba en problemas, a lo que los vio sonreír y relamerse los dientes cuando la observaron con mayor detenimiento y cercanía. Ella intentó zafarse del agarre, pero solo le sirvió para hacer reír a los tres presentes.

            —El dinero que nos darán por una niñita divina — resaltó el que la sostenía —, probablemente miles de jumins.

            —¿Por está? Incluso nos darían caines.

            Asta no sabía mucho de dinero, pero por lo que alguna vez había escuchado de su tía en su oficina, era que los jumins era la moneda oficial de los nueve reinos, mientras que los caines era la moneda más valiosa porque solo los nobles podían comerciar con ella.

            Entonces volvió a patalear esperando que algo la ayudase, pensó que tal vez su padre la estaría buscando ya, pero cuando los segundos pasaron y ellos comenzaron a avanzar con ella en brazos, se dio cuenta de que tal vez jamás volvería a verlo.

            Pero algo pareció escuchar sus lloriqueos y plegarias, porque cuando una mujer de piel oscura y ojos grises se posicionó delante, los moorleses la soltaron de un rápido movimiento. Con una reverencia y miedo en la mirada, los tres vendedores de esclavos desaparecieron entre los arboles del mismo color que sus melenas.

            Asta se puso de pie con una expresión temerosa y con una voz titubeante, pidió a la mujer saber si ahora ella la vendería. Ella se carcajeó y negó ofreciéndole una mano donde Asta notó que solo tenía tres dedos en cada mano, lo cual la confundió un poco y fue lo que la retrasó para tomarla, pero lo hizo cuando escuchó a un jabalí gruñir y le pareció más correcto seguir a su salvadora.

ASTERI: El ángel y la leonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora