Recuerdo que estaba soñando con una serie de cuando era niña, Doraemon, cuando de repente el taxi se cruzó con un bache, y desperté. La música de Rihanna seguía sonando en mi cabeza, a través de los cascos, creo que era la tercera vez que escuchaba esta lista de reproducción.
—Bueno, jovencita, ya hemos llegado— dijo el taxista, mientras paraba el coche y se bajaba a descargar mis maletas.
Miro por la ventana, quitándome los auriculares lentamente, y escucho como la canción pasa a ser un eco en mi cabeza.
La casa, tal y como la imaginaba, es enorme. La mayoría de los universitarios van a residencias o comparten 10 metros cuadrados de casa con otros cinco estudiantes. Pero mi tío, el único familiar que de verdad se ha preocupado alguna vez por mi futuro, se molestó en encontrarme la mejor casa estudiantil más cercana a mi universidad. Me preguntó, en su momento, que si la prefería con chicos. A mi, en particular, me daba vergüenza contestar. Toda mi vida ha ido a un colegio de chicas, de monjas, y los únicos chicos que he conocido en toda mi vida han sido mis hermanos, mi vecino y el chico que vendía los helados en frente del colegio. Nunca he besado a ninguno, ni nada por el estilo, nunca he tenido un amigo chico. Todas mis amigas eran una pijas incontrolables que solo sabían hablar sobre los zapatos que llevarían a sus caras comidas familiares.
Pero cuando dije que si, que si que me apetecía tener compañeros masculinos, me sentí liberada, aunque a la vez me sentí traviesa. ¿Es que esta era una manera de desafiar el carácter refinado de mi familia? ¿Acaso solo lo hacía por venganza por todos estos años?
Bueno, fuera lo que fuese, ya daba igual.
Salí del coche, intentando esquivar un charco que había junto a la acera, y me puse en pie. La casa era de piedra oscura, con un tejado de tejas negras. No parecía una casa en la que pudieran habitar ocho universitarios adolescentes. Estaba rodeada por una vaya baja de hierro y un enorme seto que dejaba poco a la vista. Lo único que sabía es que tenían piscina, esa fue el accesorio que me convenció para elegirla.
El taxista descargó mi última maleta, todas a juego, un regalo de mi tía. Antes de marcharme de casa, mi tía, la mujer de mi tío, me había llevado de compras por Broadway y Times Square, llenándome las maletas de ropa, zapatos y maquillaje nuevo. Me dijo que sería mi regalo por ingresar en la universidad, y eso que aun me faltaba un mes. Pero ella siempre decía que si esperas a mañana, luego te saldrá algo mejor que hacer.
Pago al taxista y agarro mis tres maletas. La más grande de todas es la primera que meto en el perdían, mientras que las otras dos, mas pequeñas, consigo hacerlas entrar a la vez.
El jardín está completamente desierto. A ambos lados de la puerta hay dos buzones: uno pone “Universidad” y el otro algo que me hace sonreír: “Cartas de amor y otras cosas que solo alegran el día”.
Empujo las tres maletas por el caminito de piedra hasta el gran porche, preguntándome cómo es que aún nadie me ha visto y ha salido a ayudarme. Subo las maletas una a una por las escaleras, y cuando por fin estoy junto a la entrada, llamo al timbre.
Tengo que esperar un buen rato hasta que me abren, mientras me pongo a cotillear un poco a mi alrededor. Las ventanas están cubiertas por una cortina, y el suelo del porche parece recién pintado o algo, como si nadie nunca lo hubiera pisado. Y la alfombrilla tiene dibujada unas huellas de perro en línea recta, directas a la entrada.
Cuando por fin alguien se digna a abrirme la puerta, me descruzo de brazos y me estiro como la buena monjita que soy. Frente a mi hay una chica de unos veinte años, con gafas intelectuales y el pelo rojo recogido en una coleta. Otra observación que me llama la atención es lo bajita que parece, aun llevando tacones.
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La casa de la locura
Teen FictionAdara Evadne siempre quiso marcharse de casa, alejarse de su incordiosa y estúpida familia, y estudiar su carrera en la universidad. Supuso que la mejor forma de hacerlo sería compartir piso con un grupo de universitarios de su misma universidad, a...