El hecho de que yo viviera allí era por una parte un accidente del destino y por otra, la solución a todos mis problemas. Un sitio anónimo, cuando uno desea desaparecer era algo así como ese pueblo perdido en el mapa donde acababa de arribar mi padre en medio de su circo. Es el último lugar donde te esperas que aparezca alguien medianamente cercano, un amigo, una ex novia, alguien de ese pasado remoto dejado atrás, no por malo, sino por simplemente alienador y exigente. Mucho menos que sea tu padre y en esas circunstancias.
Cuando me acerqué, de inmediato me reconoció. Terminó de beber su cerveza sin quitarme la mirada fija por encima de todo el pueblo que lo saludaba y le preguntaba mil cosas. Algunos lo jalaban de la camisa y un grupo más pequeño se había detenido a admirar el Willys como quien observa una nave extraterrestre; agradeció a la admiradora, quien se sonrojó coqueta (todos la silbaron), y con la satisfacción de ser el centro de atracción, se dirigió hacia mí abriéndose paso a empujones y codazos lo suficientemente considerados como para no dar la impresión de ser alguien falto de humildad. Llevaba un sombrero a lo Indiana Jones.
Yo lo abracé con fuerza mientras esos amigos que había conseguido en ese tiempo y que no sabían nada de mí (se imaginaban seguramente que era único, que no tenía hermanos ni padres, que había nacido allí por generación espontánea o porque mi Dios era muy grande) me preguntaban sin cesar si yo lo conocía. No respondía nada, pensando en que tenía que calcular mis respuestas para no echar al abismo todo el trabajo de venderme como un tipo excepcional y misterioso. No quería preguntas incómodas, ni que se empezara a hurgar en mi vida. En esos pueblos diminutos, las sociedades son especialmente estratificadas y para lograr algo de admiración y que te dejaran tranquilo, lo ideal era dar la impresión de que se pertenecía a la mejor cuna. Dar la sospecha de que había mucho dinero, mucha herencia y mucho mundo. Algo de todo eso había en mí, y más en mi padre, pero para alguno de mis amigos nuevos podría no ser suficiente.
Cuando por fin lo arranqué de la multitud y lo llevé aparte para hablar a solas con él, pude brindarle mi mejor sonrisa y abrazarlo de nuevo; le dije que me encantaba que hubiera llegado a visitarme. Y lo mejor: de sorpresa. No me creyó. Mi mirada de "que diablos estás haciendo aquí invadiendo MI espacio vital" era demasiado evidente. Pero él con su mirada dulce y su cara triunfal simplemente dijo que se había comprado ese chéchere (ese carro, dijo él) y que había recorrido esos 400 kilómetros desde la capital para probarlo y ver cómo estaba de motor. "Esos Willys son una fantasía, el 54 es el mejor, es la versión mejorada del 53, que es muy parecido al 45 recién llegado a la vida civil después de la II Guerra Mundial. Tiene el capó más alto". Inmediatamente me llevó hacia el carro y empezó a hablar las maravillas de la tecnología de los gringos, a señalar el carburador como la pieza más simple y eficiente inventada por el hombre y a hacerme asomar por debajo para que viera que la doble transmisión estaba intacta.
Como pude, lo acomodé en mi pequeño apartamento y le prometí que al día siguiente efectivamente íbamos a una carretera cercana a probar en subida y entre el barro, la eficiencia del carro. Esa noche, el viejo marino de 70 años, curtido en varias guerras, durmió con la sonrisa que no le había visto desde cuando mi madre vivía.
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El Viaje®
AbenteuerUna travesía de dos hombres que genera unas aventuras a primera vista intrascendentes, pero que permiten redescubrirse el uno al otro de una manera muy profunda.