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La Reynie, el teniente de policía de París, se olía la causa que determinaba que el Rey Sol lo convocara con urgencia, la tarde del veintiséis de diciembre en Versalles. Al fin y al cabo, no se necesitaba disponer de un sexto sentido para saber que el asesinato de la hermosa joven, en la misma madrugada del día de Navidad, preocupaba al soberano. Es más, toda la ciudad se hallaba conmocionada.
La habían encontrado desprovista de ropa en el Jardín de las Tullerías. Parecía una muñeca de porcelana, con el pelo rubio oscuro y la tez blanca, casi transparente, porque alguien (o algunos) se había encargado de seccionarle con cortes transversales las muñecas y la yugular. Inclinado sobre el cadáver, el aroma a grasa, jugo de mandrágora y sangre le había profanado las fosas nasales. Al mismo tiempo, un escalofrío le había recorrido el cuerpo de un extremo al otro.
No era un hombre impresionable, todo lo contrario, pero estaba muy bien informado y sabía para qué se utilizaban estos tres ingredientes: para celebrar misas negras. Unido a la fecha, la conmemoración del nacimiento de Jesús, le resultaba extremadamente desagradable el derrotero por el que se encaminaba la investigación.
Sin embargo, el pedido del rey sí que lo sorprendió.
—Sabéis que os tengo aprecio —Comenzó, visiblemente nervioso.
Prueba de ello es que olvidaba utilizar el plural mayestático con el que solía referirse a sí mismo, lo que daba indicio de la profundidad de su desazón. Como si lo asolara una pena que no se atrevía a verbalizar, por miedo a que su sospecha se convirtiese en rotunda realidad.
—No puedo confiar en nadie, solo en vos —Continuó, pasándose un pañuelo de seda carmesí por la cara, que sacó del bolsillo oculto en su chaqueta dorada—. Necesito que averigüéis todos los pormenores sobre la muerte de la chica de las Tullerías.
—No os preocupéis, Majestad —Lo tranquilizó rápidamente La Reynie—. Estamos en ello. Hemos recabado numerosas pistas y confiad, Excelencia, en que nos hallamos próximos a su resolución.
