En víspera de Navidad (Cristina Lovera)

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La extraña conversación en la morgue en víspera de Navidad.

Eran aproximadamente las once y quince de la noche del 24 de diciembre. El frío en el ambiente de la ciudad caraqueña era tolerable. Mientras en la sala de autopsia de la morgue Monte Pío, el forense de guardia, Eduardo Fuenmayor se disponía a realizar la última operación del día. Estaba cansado y además aún tenía que realizar algunas compras de imprevistos para la cena de Navidad. Como siempre su mujer le dejaba esos menesteres que él tanto odiaba. Estando ya todo listo para realizar la primera incisión de su inanimado paciente, una peculiar historia daría comienzo.

—Bien mi desconocido amigo, aquí vamos con la primera cuchillada —le habló al cadáver—. Tranquilo, esto ya no te dolerá.

De repente sonó el teléfono.

—¡Hola mi Doc! —Habló alguien al otro lado de la línea—. ¿Tiene a la mano los resultados del cadáver desconocido?

—Espera —pidió—. Listo, déjame ver. ¡Ah! Sí... te puedo asegurar que está absolutamente muerto —informó sarcástico—. ¿Crees que realizo las autopsias de manera virtual? Justo en este instante acabas de interrumpirme. Si me permites, cuando tenga los resultados te llamaré.

Trancó la llamada sin dar tiempo a que respondiera el interlocutor.

—Idiota —murmuró.

Nuevamente se dirigió hasta la mesa.

—¡Vaya! Amigo, estos insensatos piensan que soy un robot —se desahogó con el inerte cuerpo—. Pasé toda la noche abriendo cadáveres y aún me faltas tú. Estoy tan cansado que con gusto mandaría todo a la mierda... Espero que nadie nos vuelva a interrumpir.

En ese momento sucedió algo increíble.

—No les pare bolas, Doc —le susurró el occiso—. Elos son unos inconscientes de porquería.

Al escucharlo, el forense retrocedió estrepitosamente. Al suelo cayó la bandeja con los instrumentos quirúrgicos. El asustado medico quedó petrificado. Casi a punto de ensuciar su blanco pantalón.

—¡¿Qué demonios?! —dijo tratando de disimular el miedo—. ¿Cómo..? ¿Qué..? Debo haberme quedado dormido —atinó a decir, los colores del rostro poco a poco volvieron a su estado normal—, no encuentro otra explicación.

Mientras el cadáver seguía inerte en la mesa de autopsias, el sorprendido galeno forense comprobó, para su terrible sorpresa, que el cuerpo sin vida tenía los ojos abiertos de par en par en un constante parpadeo, tratando de adaptar sus pupilas a la fuerte luz de la lámpara. Además, había en su expresión una extraña serenidad que enmarcada su pálido rostro.

Entonces, ladeó la cabeza de manera rígida ubicando así su mirada con la de él.

—No se asuste —dijo con una voz gutural—. Quiero que sepa que lo entiendo. A veces nadie tiene consideración por nuestro trabajo y más este que usted desempeña. Donde debe a cada momento estar abriendo más y más cuerpos en esta ciudad capital, que cada minuto que pasa se vuelve un mar de sangre y vísceras. Al parecer en vez de gotas de agua, lo que llueven son cadáveres. ¿No le parece, Doc? —compuso una mueca lo más parecido a una sonrisa y añadió—: Ya sea por causas naturales o de otra índole. Incluso de otras partes del país, los muertos no dejan de llegar a esta congestionada morgue.

Aunque parezca difícil de creer, el forense sintió que por fin alguien lo comprendía. Pese a que esta viniera de una persona sin vida. Con precaución se acercó nuevamente.

—Al fin, una persona... digo, un cadáver sensato —se animó a exponer—. ¿Sabes? Mi mujer quiere hacer una cena de Nochebuena espectacular. ¿Lo puedes creer? Ha invitado a un montón de gente, llámese familiares y amigos a los que sólo vemos en estas fechas decembrinas —se acomodó en una de las butacas de la sala—, de los que ni siquiera recibes una llamada para saber cómo has estado el resto del año. Sólo hacen acto de presencia una vez al año. Ni un sólo mensaje de texto o una videollamada. En fin, tengo más trato con los fríos cadáveres que llegan a diario aquí.

Con un suspiro salido de alma agregó:

—Yo solo quiero pasarla con mis hijos y mi mujer en la tranquilidad de mi hogar. Sin ningún sobresalto y sin tener que estar pendiente de salir a comprar el vino o cualquier otra estupidez. ¿Por qué es tan difícil pasar una Navidad sencilla sin tantas compras innecesarias? Solo quiero una nochebuena libre de banalidades.

Tras un breve silencio de reflexión.

—Así son todas o casi todas las personas —correspondió el difunto rompiendo el mutismo en la fría sala—. Míreme a mí. Aquí, solo, con frío, desnudo ante otro desconocido y con una etiqueta en el pie que me clasifica con un nuevo estatus: fallecido —y añadió con pesar—: Para mí se acabó la Navidad, Doc. Tal vez mi familia tendrá una Nochebuena llena de tristeza o por otro lado fui un desgraciado y mi muerte los haga de algún modo feliz, es cuestión de perspectivas.

—Disculpa —se excusó el forense de forma sincera al tomar conciencia de la cruda realidad de su frío confidente, así que se apresuró a cubrirlo con una sábana blanca—, no lo pensé. Olvidé por completo que tú estás en una situación más difícil que mi estúpida aversión a las fiestas navideñas.

Con la mirada casi vacía, el fallecido agradeció el gesto del forense.

Aquella peculiar conversación continuó por largo rato. Al forense le sirvió para desahogar toda su frustración, toda su miseria. Se sentía prisionero de unos estándares sociales que no compaginaban con su persona. Añoraba sus primeros años de matrimonio cuando sólo tenía que llegar a casa para encontrar el cálido abrazo de su esposa. Con los años fue adquiriendo una mejor calidad de vida que luego se fue transformando en incómodas e hipócritas cenas sociales en donde solo se hablaba de quien ganaba más al año. Su mujer nunca le perdonó el haber rechazado la dirección general de patología del país... pero ese es otro cuento.

Eran casi ya las cinco de la mañana del 25 de diciembre, Navidad.

—Déjame decirte, amigo, que esta ha sido la mejor conversación de mi vida —declaró el médico sintiendo que se había quitado un enorme peso de los hombros—. Sin embargo, debo continuar con mi trabajo, ¿lo entiendes?

Su paciente no respondió. Por un momento el cadáver lo miró con una expresión aterradora, lo que provocó que el forense sintiera un escalofrío metálico, similar a lo que sintió la primera vez que sostuvo la fina y afilada hoja del bisturí el primer día que realizó una autopsia sin la supervisión del director de patología, donde se hirió accidentalmente al abrir aquel cadáver de práctica. Fue como si aquel repentino recuerdo le produjera una especie de electricidad que recorrió toda su humanidad. Esa sensación le hizo reflexionar en que tal vez debía posponer la autopsia. O dejársela al otro forense que ya casi estaba a punto de llegar.

—¿Sabes? —dijo—. He decidido que mi colega, el forense Rafael Lara, sea quien realice tu autopsia. Creo que no nos sentiríamos cómodos luego de tantas confidencias. Si lo piensas bien, es lo más idóneo en estas circunstancias.

—Creo, mi estimado forense —manifestó con unos ojos llenos de pesadumbre—, que aunque quisiera no podría hacerme la autopsia.

—¿Qué quieres decir? —refutó confundido el forense.

El inerte cuerpo no respondió. Cerró los ojos y volvió a su estado de rigor morti característico de los cadáveres.

El ambiente en la sala de la morgue se sintió más frío que nunca. Una sensación de vacío invadió al experimentado galeno de la muerte hasta sentir que perdía el sentido. La oscuridad total lo arropó sin poder hacer nada.

Muerte en navidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora