Querido Santa (Nina Küdell)

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El dedo índice de River Conrad se deslizó con delicadeza sobre la pared embadurnada de sangre, dibujando con prolijo notas musicales más el famoso estribillo Jingle bells, jingle bells, jingle all the way, sin dejar de tararear la conocida canción.

Estaba ensimismado en el cuadro maquiavélico que adornaba la muralla de lo que alguna vez fue un hogar de ancianos y que, por una extraña razón más lo hacía aventurarse y mofarse de su actuar, pero los gritos apagados de un anciano quejumbroso que yacía en medio de la habitación lo habían empezado a molestar.

—¡Calla, Santa! —chilló a punto de echarse a reír—. Vas a despertar a los vecinos.

—Piedad... —Rogó el hombre—. No tienes que hacer esto...

River lo observó molesto, casi con asco.

—¿Escuché bien? ¿Clamas piedad?

—Soy un viejo...

—¡Por eso mismo! —exclamó pateándolo con enojo—. ¡No sirves para nada! ¡Solo para engañar!

—¿Engañar? —El hombre preguntó frunciendo el ceño—. No entiendo a lo que te refieres, muchacho.

El joven se paseó a su alrededor de forma desafiante, con una sonrisa falaz y llena de maldad. Cogió un bate y comenzó a jugar con este, para luego depositarlo sobre el pecho del anciano.

—Vendes sueños falsos, Santa... —Golpeó el palo en su palma—. No sabes cuántas veces te pedí el mismo obsequio. ¡Una y otra vez!

—No entiendo de lo que hablas... —dijo en un hilo de voz—. ¿Cuál obsequió?

River al ver que el tipo no parecía entender, dio un alarido frustrante.

—Claro, jamás ustedes entienden. —Oprimió la vara en el tórax del hombre, lo que este se quejó—. ¡Estoy harto!

Conrad había perdido la razón desde hacía mucho. Todo gracias a la temprana muerte de su madre en Nochebuena bajo trágicas circunstancias, debido a lo cual comenzaría a aborrecer aquella fecha que unía en una mesa engalanada con suculenta comida o alrededor de un frondoso pino adornado a familias como a niños que esperaban con expectación el nacimiento del niño Jesús, y por supuesto los presentes de parte de Santa Claus.

El pequeño River Conrad, juntaría tanto su odio como desazón hacia quien le había arrebatado al ser que más había amado: Santa Claus.

—¿Ustedes? —Inquirió.

River se puso en cuclillas al lado de quien no dejaba de implorarle.

—Desde los once años he palpado solo el dolor —exhaló a punto de llorar—, en cada carta, en cada mall para una foto navideña junto a ti, suplicando para que la trajeras de vuelta.

Claus no dejó de mirarle con pavor.

—Yo... Te conozco. —Trató de incorporarse, a pesar de tener una pierna quebrada y con el hueso expuesto—. Tú eres...

—No he cambiado mucho, ¿eh? —Río—. Han pasado diez años, pero para mí es como si hubiera sido ayer.

El hombre de la impresión empezó a agitarse y a contraerse, intentando apartarse del chiquillo.

—¡Fuiste tú! ¡Tú!

—Vaya... —suspiró—, el único que me ha reconocido. ¡Esto merece un premio!

River pegó un salto y se abalanzó sobre el anciano que vestía de Papá Noel, sin importarle su extremidad dañada como el brazo sanguinolento que había proveído la sangre para su singular pintura.

Muerte en navidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora