Capítulo 2. Estoy enfermo.

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Abrí sigilosamente la puerta del consultorio del doctor Rasgus. Seguía teniendo miedo.

–Pasa, Roger. Pasa –dijo, mientras se levantaba de su asiento con una sonrisa un tanto falsa en la cara.

Oh no.

Me estrechó la mano y me pidió que me sentara; tomó un sorbo de agua y me miró fijamente a los ojos.

–Roger –dijo.

–Doctor Rasgus –contesté.

En ese momento su acento hindú no me causó gracia en absoluto. Estaba demasiado preocupado.

–Bueno, no es tu primera cita en el mes –comenzó-. Hace unas semanas tuviste una infección estomacal que te afectó demasiado, tanto que estuviste en casa por una semana.

Es cierto. Falté una semana entera a clases porque no podía pararme de la cama. Comía, y con la misma lo vomitaba. Estaba débil, necesitaba muchos sueros para tener energía y no quería hacer nada. Ni siquiera leía, no mucho; casi todo el tiempo lo pasaba durmiendo o en el baño.

–Nos inquietó mucho eso –continuó el médico-, así que te mandamos a hacer estudios. Por fortuna no encontramos nada en tu sistema estomacal que fuera tan preocupante, solo un par de parásitos y cosas por el estilo.

Vaya. Siempre he odiado que los médicos se anden con rodeos, eso significa que hay alguna noticia mala que quieren aplazar y aminorar dando noticias buenas antes.

–Tras eso hicimos otros estudios, e incluso se te llegó a sacar un poco de sangre la semana pasada –no fue uno de los mejores momentos de mi vida, para que quede claro-, y obtuvimos tus resultados. Queríamos hacer todas las pruebas para quitarnos las sospechas, así que pedimos a varios laboratorios que hicieran distintos exámenes con tu sangre, por eso fue necesaria una buena cantidad. ¿Sabes qué pruebas se hacen con la sangre?

Negué con la cabeza. Lo sabía, pero no tenía ganas de responder.

–Una de ellas es la del VIH, el virus del Sida –respondió.

Oh, mierda.

–Roger… –tragó saliva–. La prueba del VIH salió positiva.

Me quedé ahí, sin  saber qué hacer. ¿Debería llorar? Parece que eso es lo que esperaba el doctor, porque me miró extrañado ante tanta impasibilidad. Tras un breve silencio, en el que traté de acomodar mis ideas, comencé a hablar.

–¿Entonces tengo Sida? –pregunté.

Vaya Roger, la pregunta del año.

–Eso es lo que he querido decir –respondió.

–¿Y cómo me pude haber contagiado?

–Hay muchas posibilidades –mientras hablaba, sacó unos papeles del cajón a su derecha-. Pudo haber sido por transmisión sexual, que es la forma más común y mayormente conocida, pero también por alguna transfusión de sangre o el uso de algún objeto infectado como una jeringa. ¿Alguna vez te han trasferido sangre?

Asentí con la cabeza. Cuando tenía ocho años, Tommy Dallas me tiró de la bicicleta por haber roto su balón de fútbol; tropecé con un árbol y obtuve un gran golpe en la cabeza. Perdí mucha sangre, y a Tommy lo castigaron una semana. Nada de comparación.

–Quizá pudo ser esa la razón –dedujo el doctor Rasgus.

–No lo creo, eso fue a los ocho. Después de ello me han hecho exámenes de sangre y no ha habido nada raro

El doctor Rasgus frunció el ceño y me entregó los papeles que antes había sacado del cajón de su escritorio.

–Sea como sea que te hayas contagiado, debes cuidarte mucho de ahora en adelante. Tus defensas están en peligro y debes ayudar a conservarlas sanas.

Se levantó del asiento, y yo tras él con los papeles en la mano y nos dirigimos a la puerta.

–Cuídate mucho, Roger. En esos papeles tienes toda la información que puedas necesitar. Si tienes más preguntas, no dudes en acudir a mí. Y, por último, si no fuera mucho pedir desearía que tus padres vinieran a una cita conmigo la próxima semana.

Asentí y salí del consultorio.

Y bien, ahora estoy aquí en el parque escribiendo en esta libreta que se convertirá en algo así como un diario, aunque eso parezca muy femenino.

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⏰ Última actualización: May 18, 2014 ⏰

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