Prélude

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Un, dos.

Sus pies se deslizan al son de la música.

Tres, cuatro.

Luego, un traspié.

Sakura no fue hecha para el baile. Escucha la música y sigue con disciplina los pasos pero es incapaz de sentir alguna emoción y proyectarla en sus movimientos. Lo único que fluye dentro suyo es la frustración de encontrararse atrapada en aquella danza de nunca acabar.

Una vez más reinicia la música y comienza a moverse. Escucha cada fluctuación de la melodía y la acompaña de un preciso vaivén con su cuerpo. Siente el silbido de las flautas acariciar su piel con ternura y responde a su tacto con el siguiente paso de baile que aprendió de un libro de danza tradicional. No está presente aquel característico mutuo acuerdo entre la música y el bailarín; Sakura ignora olímpicamente el cálido abrazo que la sinfonía cierne sobre ella.

Sus músculos duelen y suplican por descanso pero Sakura no puede permitirse el lujo de parar. Aunque sienta mil agujas clavadas en sus pies, ella debe seguir danzando, en espera de encontrar algún sentido dentro del flujo rítmico de sus pasos. Las palabras de su maestra resuenan en su cabeza como un recordatorio de lo que debe hacer y que se siente como un eco de su propio fracaso.

Un, dos.

Sus manos tensas dibujan siluetas en el aire.

Tres, cuatro.

Y luego, un traspié.

Cae al suelo de rodillas, con la impotencia quemándole el corazón. Se descalza con furia sus zapatillas de baile y con su descomunal fuerza las parte en dos. Ahí en la desolada habitación, se permite a sí misma dejar salir a flote la debilidad que hay en su interior y que todos los días tanto se esfuerza en eliminar de su sistema.

Y llora.

Sakura llora como tantas veces lo ha hecho, pero con un sentimiento de amargura totalmente diferente a cualquier otra ocasión. Fallar es algo que se ha vuelto recurrente en su vida pero no fue hasta hace poco que lo notó. Y desde el suelo, vuelve a ver las figuras imponentes de sus compañeros materializarse como fantasmas y darle la espalda. Entonces comprendió cuán insignificante era en realidad a su lado.

Un, dos.

Se levanta con parsimonia.

Tres, cuatro.

Y comienza a bailar con sus magullados pies desnudos.

Esta vez no hubo traspié que la detuviera.

.

El sol brillaba en lo alto del cielo. Era pasado de mediodía y el calor se sentía sofocante. La brisa soplaba débil, cargando consiguo un ambiente de humedad debido al chubasco de la noche anterior. En días como aquellos a mitad de verano, el paisaje lucía más verde y vivo que nunca en la Aldea oculta entre las hojas. Las arboledas se alzaban frondosas y la vegetación comenzaba a crecer sin medida por todos lados, creando una atmósfera de prosperidad y vivacidad que afectaba positivamente los ánimos de sus residentes, tanto civiles como shinobis.

El bosque que rodeaba la aldea se volvía un paraje aún más hermoso durante el verano, se podía respirar un sentimiento fresco de paz emanar de cada planta, árbol o claro existente en el lugar. Pasear y admirar la belleza natural era un pasatiempo común entre los aldeanos de la aldea de La hoja, aunque a cierta hora del día el bochornoso clima impedía disfrutar de un buen paseo, y en su lugar, menguaba la energía de los civiles permitiéndoles holgazanear un poco hasta la llegada del fresco de la tarde.

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