CAPITULO IV

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Winston examinó la pequeña habitación en la tienda del señor Charrington, junto a la ventana, la enorme cama estaba preparada con viejas mantas y una colcha raquítica. El antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban las doce horas, seguía con su tic-tac sobre la repisa de la chimenea. En un rincón, sobre la mesita, el pisa papeles de cristal que había comprado en su visita anterior brillaba suavemente en la semi oscuridad.

En el hogar de la chimenea había una desvencijada estufa de petróleo, una sartén y dos copas, todo ello proporcionado por el señor Charrington. Winston puso un poco de agua a hervir. Había traído un sobre lleno de café de la Victoria y algunas pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj marcaban las siete y veinte; pero en realidad eran las diecinueve veinte.

Julia llegaría a las diecinueve treinta.

El corazón le decía a Winston que todo esto era una locura; sí, una locura consciente y suicida. De todos los crímenes que un miembro del Partido podía cometer, éste era el de más imposible ocultación. La idea había flotado en su cabeza en forma de una visión del pisa papeles de cristal reflejado en la brillante superficie de la mesita. Como él lo había previsto, el señor Charrington no opuso ninguna dificultad para alquilarle la habitación. Se alegraba, por lo visto, de los dólares que aquello le proporcionaría. Tampoco parecía ofenderse, ni inclinado a hacer preguntas indiscretas al quedar bien claro que Winston deseaba la habitación para un asunto amoroso. Al contrario, se mantenía siempre a una discreta distancia y con un aire tan delicado quedaba la impresión de haberse hecho invisible en parte. Decía que la intimidad era una cosa de valor inapreciable. Que todo el mundo necesitaba un sitio donde poder estar solo de vez en cuando. Y unavez que lo hubiera logrado, era de elemental cortesía, en cualquier otra persona que conociera este refugio, no contárselo a nadie. Y para subrayar en la práctica su teoría, casi desaparecía, añadiendo que la casa tenía dos entradas, una de las cuales daba al patio trasero que tenía una salida a un callejón.

Alguien cantaba bajo la ventana. Winston se asomó por detrás de los visillos. El sol de junio estaba aún muy alto y en el patio central una monstruosa mujer sólida como una columna normanda, con ante brazos de un color moreno rojizo, y un delantal atado a la cintura, iba y venía continuamente desde el barreño donde tenía la ropa lavada hasta el fregadero, colgando cada vezunos pañitos cuadrados que Winston reconoció como pañales. Cuando la boca de la mujer no estaba impedida por pinzas para tender, cantaba con poderosa voz de contralto:

Era sólo una ilusión sin esperanza
que pasó como un día de abril; pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaronme
robaron el corazón.

Esta canción obsesionaba a Londres desde hacía muchas semanas. Era una de las producciones de una sub sección del Departamento de Música con destino a los proles. La letra de estas canciones se componía sin intervención humana en absoluto, valiéndose de un instrumento llamado «versificador». Pero la mujer la cantaba con tan buen oído que el horrible sonsonete se había convertido en unos sonidos casi agradables. Winston oía la voz de la mujer, el ruido de sus zapatos sobre el empedrado del patio, los gritos de los niños en la calle, y a cierta distancia, muy débilmente, el zumbido del tráfico, y sin embargo su habitación parecía impresionantemente silenciosa gracias a la ausencia de telepantalla.

«¡Qué locura! ¡Qué locura!», pensó Winston. Era inconcebible que Julia y él pudieran frecuentar este sitio más de unas semanas sin que los cazaran. Pero la tentación de disponer de un escondite verdaderamente suyo bajo techo y en un sitio bastante cercano al lugar de trabajo, había sido demasiado fuerte para él.

Durante algún tiempo después de su visita al campanario les había sido por completo imposible arreglar ninguna cita. Las horas de trabajo habían aumentado implacablemente en preparación de la Semana del Odio. Faltaba todavía más de un mes, pero los enormes y complejos preparativos cargaban de trabajo a todos los miembros del Partido. Por fin, ambos pudieron tener la misma tarde libre. Estaban ya de acuerdo en volver a verse en el claro delbosque. La tarde anterior se cruzaron en la calle. Como de costumbre, Winston no miródirectamente a Julia y ambos se sumaron a una masa de gente que empujaba en determinada dirección. Winston se fue acercando a ella. Mirándola con el rabillo del ojo notó en seguida que estaba más pálida que de costumbre.

1984 George OrwellWhere stories live. Discover now