CAPITULO II

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 Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque más elevada sobre el suelo y que estaba sujeta para que no pudiera moverse. Sobre su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O'Brien estaba de pie a su lado, mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca en una de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmico.

Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse plena cuenta de lo que le rodeaba. Tenía la impresión de haber venido nadando hasta esta habitación desde un mundo muy distinto, una especie de mundo submarino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profundidades. Desde el momento en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz diurna.Además sus recuerdos no eran continuos. A veces la conciencia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los sueños, se le había parado en seco y sólo había vuelto a funcionar después de un rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos, horas, días, o semanas, no había manera de saberlo.

La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daría cuenta de que todo lo ocurrido entonces había sido sólo una ligera introducción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi todos los presos. Todos tenían que confesar, como cuestión de mero trámite,una larga serie de delitos: espionaje, sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era real, la confesión era sólo cuestión de trámite. Winston no podía recordar cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos. Recordaba, en cambio, que en todo momento había entorno suyo cinco o seis individuos con uniformes negros. A veces emplearon los puños, otras las porras, también varas de acero y, por supuesto, las botas. Sabía que había rodado varias veces por el suelo con el impudor de un animal retorciéndose en un inútil esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos movimientos sólo conseguía que le propinaron más patadas en las costillas, en el vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de la columna vertebral. A Veces gritaba pidiendo misericordia incluso antes de que empezaran a pegarle y bastaba con que un puño hiciera el movimiento de retroceso precursor del golpe para que confesara todos los delitos,verdaderos o imaginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no contestar nada,tenían que sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras ocasiones se decía a sí mismo,dispuesto a transigir: «Confesaré, pero todavía no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más, dos golpes más y les diré lo que quieran». Cuando te golpean hasta dejarlo tirado como un saco de patatas en el suelo de piedra para que recobrara alguna energía,al cabo de varias horas volvían a buscarlo y le pegaban otra vez. También había períodos más largos de descanso. Los recordaba confusamente porque los pasaba adormilado o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba de que un barbero había ido a afeitarse la barba al rape y algunos hombres de actitud profesional, con batas blancas, le tomaban el pulso, le observaban sus movimientos reflejos,le levantaban los párpados y le recorrían el cuerpo con dedos rudos en busca de huesos rotos o le ponían inyecciones en el brazo para hacerle dormir.

Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi únicamente a amenazas, a anunciarle un horror al que le enviarán en cuanto sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no eran ya rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos regordetes con movimientos rápidos y gafas brillantes que se relevaron para «trabajar» en turnos que duraban —no estaba seguro— diez o doce horas. Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor leve, pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar. Le daban bofetadas, le retorcía las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar, le enfocan la cara con insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a lágrima viva... Pero la finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él la facultad de razonar, de encontrar argumentos. La verdadera arma de aquellos hombres era el despiadado interrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de trampas, deformando todo lo que él había dicho, haciéndole confesar a cada paso mentiras y contradicciones,hasta que empezaba a llorar no sólo de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces lloraba media docena de veces en una sola sesión. Casi todo el tiempo lo estaban insultando y lo amenazaban, a cada vacilación, con volverlo a entregar a los guardias. Pero de pronto cambiaban de tono, lo llamaban camarada, trataban de despertar sus sentimientos en nombre del Ingsoc y del Gran Hermano, y le preguntaban compungidos si no le quedaba la suficiente lealtad hacia el Partido para desear no haber hecho todo el mal que había hecho. Con los nervios destrozados después de tantas horas de interrogatorio, estos amistosos reproches le hacían llorar con más fuerza. Al final se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo que le pedían y una mano que firmaba todo lo que le ponían delante. Su única preocupación consistía en descubrir qué deseaban hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a insultar y a amenazarla. Confesó haber asesinado a distinguidos miembros del Partido, haber distribuido propaganda sediciosa, robo de fondos públicos, venta de secretos militares al extranjero, sabotajes de toda clase... Confesó que había sido espía a sueldo de Asia Oriental ya en 1968. Confesó que tenía creencias religiosas, que admiraba el capitalismo y que era un pervertido sexual. Confesó haber asesinado a su esposa,aunque sabía perfectamente —y tenían que saberlo también sus verdugos— que su mujer vivía aún.Confesó que durante muchos años había estado en relación con Goldstein y había sido miembro de una organización clandestina a la que habían pertenecido casi todas las personas que él había conocido en su vida. Lo más fácil era confesarlo todo —fuera verdad o mentira— y comprometer a todo el mundo. Además, en cierto sentido, todo ello era verdad. Era cierto que había sido un enemigo del Partido y a los ojos del Partido no había distinción alguna entre los pensamientos y los actos.

1984 George OrwellWhere stories live. Discover now