Siempre detesté llamarme Isaías; en parte por su connotación religiosa latente, donde yo, sin ser ateo (supongo, aunque a veces la duda me embargue), quedaba marcado como judío donde fuera. ¿Y mi apellido? Le hacía juego, sin duda. Los Pesatiel fueron hebreos expulsados de España en la era de Isabel la Católica, sin aceptar convertirse a la religión oficial de la Corona. Pero claro, nos referimos a un suceso que ocurrió hace muchísimo tiempo, y además, no vengo aquí a hablar de la familia de mi padre, sino que de la del lado materno. Me parece mucho más atrayente la historia de monjas y asesinos a la de hombres que asisten a la sinagoga cada sábado, y celebran con solemnidad su Shábat, sin contar las peregrinaciones anuales a Sión. Sí, la vida de los judíos no es tan interesante como la de esos cristianos "piratas y ladrones", como los llamaría mi padre. Pese a ello, a mí siempre me gustó más las historias de piratas y ladrones que las de cualquier otra cosa.
Sé lo que podrían estar pensando mis contemporáneos con respecto a las futuras líneas que iré redactando; no obstante, esta historia la contaré a mí manera. No va a ser una fuente de estudio en lo absoluto, aunque espero que en la posteridad este texto pueda ser depurado y arreglado para las generaciones que siguen. Con esto me refiero a que ignoro si en un siglo sigan hablando con las mismas palabras, modismos e incluso, ortografía actual; notándose los cambios que han existido a lo largo de la historia gramatical y lingüística. Quizá llegue alguien, no sé, un descendiente aplicado (sobre todo si es judío, que vaya que somos trabajadores), que escriba estas líneas tal y como a un hombre de su tiempo corresponda. Lo mismo pido a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Es, al final, una misión encomendada por mí, por Isaías Pesatiel, en función de relatar los hechos ocurridos en el pasado, ese en que vivieron mis padres y abuelos.
Hay quienes afirman, por ejemplo, que mientras mi abuelo era un asesino, su esposa era una santa. Que mientras él era un loco, ella era sabia. Sin embargo, esas certezas absolutas jamás me gustaron: creo que ambos tenía su aspecto de asesinos y de santos, de desquicio y de cordura, de pecado y santidad.
Recuerdo bien esa carta, la que escribió mi abuelo antes siquiera de desposar a su amada Elisa. Pero fue escrita después, claro, de haber cometido ese crimen que lo atormentó por el resto de su existencia. La leí por primera vez siendo aún más joven, y suponiendo que era parte de una historia ficticia, la dejé abandonada en el mismo cajón de la cómoda en que la encontré. Al crecer y oír más historias, busqué nuevamente, en pos de hallar entre sus líneas más verdades que las que había aprendido, pero ya no estaba.
Aún así, creo recordarla bien. Su inicio, sin duda, es aquello que más late en mi memoria. "Yo no quería matarlo", afirmaba él, como si querer y no querer hubiera cambiado en algo el devenir de las cosas. Podría, sí, pero no fue, y no es excusa tampoco. "Lo juro", siguió diciendo, intentando tal vez hacer creer a Elisa, mi abuela, que con eso él quedaba impune.
Pero es mejor que sean ustedes, no yo, quienes juzguen. Por eso mismo, he decidido transcribir la carta, o lo que recuerdo de ella.
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La oración de los herejes
Historical FictionCuando León De la Rivera comete el asesinato que le costaría la vida a su padre, debe huir. Lo consigue, dejando atrás a la mujer que ama. Llega a Francia, donde se está gestando la revolución. En medio de los tumultos, vivirá desventuras que lo lle...