Carta

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 2 de agosto, 1785

Querida Elisa:

Yo no quería matarlo, lo juro. Tú sabes que yo no habría matado a nadie, desde que éramos ambos unos niños que fui un cobarde, y tú fuiste testigo de ello. Pero... ¿qué decirte? ¿Cómo justificar aquel crimen tan terrible? No, Elisa, no puedo. Simplemente, va en contra de mis principios. Sería contradictorio, sería tratar de ponerme por sobre Dios. Así que hago un mea culpa, y entiendo perfectamente que me desprecies. Estás, amada mía, en todo tu derecho.

Ahora estoy solo, y pienso. Pienso en ti, también. En tu desilusión. Haber amado a un hombre que, lleno de fe y de principios, estos se le vinieron abajo a la hora de enfrentar a su pasado, debió suponer tal golpe de lleno en el rostro, que simplemente no lo concibo.

Recuerdo el día a la perfección. No es difícil de olvidar, ha pasado poco tiempo. Pero es extraño, es como si lo hubiese vivido otra persona. Es como si otro hombre hubiera caminado a la casa de su padre, y otro hombre hubiera tocado a la puerta con los nudillos. Yo era un mero espectador, Elisa mía, yo no era ese que entró, y que caminó por el vestíbulo.

Ese hombre se miró al espejo que había frente a la entrada principal, y vio su reflejo temblar de pies a cabeza, aterrorizado. Pero no porque planeara nada, a pesar de que llevara una pistola en el bolsillo. No. No quería emplearla. De verdad no quería. Sólo pretendía hablar, quería respuestas, quería...quería...

Elisa, entiéndeme, no fui yo el que entró en esa casa.

Mi padre estaba en el salón principal. El hombre de la pistola seguía temblando en el espejo cuando una criada se le acercó.

Le preguntó con voz trémula si buscaba a don Ignacio.

Éste asintió. La criada; moño apretado, nariz ganchuda, morena, lo llevó hacia allá, y éste, como un fantasma, la siguió. Todos los recuerdos, aunque vívidos, son como de un sueño. Un sueño muy real, pero sueño al fin y al cabo.

Mi padre estaba sentado, frente a las llamaradas de la chimenea. Estaba ahí, con muchas más líneas surcando su rostro. Lo hubieras visto, Elisa, y quizá, solo quizá, te habrías compadecido de él. Porque tú eres una persona buena, que ve la debilidad de los otros. Yo, en cambio, o la persona que estaba allí en mi lugar (un desconocido), no era así.

Aquel anciano desvió la cabeza hacia el que creía su hijo, y pronunció su nombre con desprecio. El otro, simplemente, dijo que quería hablar con él. El tono de las palabras fue aumentando cada vez más, una tras otra, hasta acabar en gritos.

Ahí la pistola salió en escena. La pistola que nunca debió existir. Elisa, entiéndeme, no era yo.

Debes entenderlo, Elisa, él arruinó mi vida... lo arruinó todo. Y eso también lo dijo el desconocido. Es que... ¡Me lo ha quitado todo!, ¿no lo entiendes? ¡Todo! Mi infancia transcurrió conmigo intentando agradarlo, pero nada, nada fue suficiente. Estaba harto, ¿lo comprendes? ¡Estaba harto!

Sé que se lo dije.

Juro que esas palabras, sin embargo, de mi boca no salieron. Tal vez, eso sí, puede que de mis entrañas.

El desconocido, no sé por qué, apretó el gatillo.

Esa es la historia que, al fin y al cabo, tienes que oír, Elisa. La historia del asesinato de mi padre. De cómo maté al que me dio la vida. ¿Y cómo tú vas a amar a alguien así?

Imposible, claro está. Pero, si tan solo supieras lo arrepentido que estoy... si tan solo supieras lo que te quiero... no, eso es imposible. Nadie es capaz de amar tanto, de sufrir tanto, porque estaría destruido. Yo estoy destruido.

Me marcho, desde luego, tengo que hacerlo. Pero hay algo antes que te debo, obligadamente, que decir: Volveré, Elisa, es una promesa. Y tú sabes que no las rompo. Puede que ya no me quieras, que me desprecies por el crimen que cometí. Pero yo te sigo amando, igual que antes. Me marcho lejos, Elisa, llevándote conmigo en mi corazón.

Pero recuérdalo: volveré.

La oración de los herejesWhere stories live. Discover now