El Arquitecto y la Escultora

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Edgar Travéz y Luz Alba Martínez se conocieron en una clase de escultura, en el primer año de universidad.

Edgar iniciaba la carrera de arquitectura y debía tomar una clase de arte, obligatoria en el pénsum del primer año. De personalidad práctica, el joven Travéz analizó algunas posibilidades y decidió seguir escultura, porque le pareció más sencilla de aprobar.

Luz Alba, por su parte, era una muchacha de espíritu artístico, como la luminosa combinación de su nombre. Provenía de una familia con vocación por el arte, y se inscribió en aquella clase porque deseaba llegar a ser escultora.

Por casualidad, ocuparon espacios contiguos, se enamoraron y el amor terminó por unirlos, aunque antes debieron superar tres duras pruebas que habrían bastado para separar a cualquier pareja.

La primera prueba a la que se vieron sometidos fueron ellos mismos. Sus personalidades eran tan opuestas que, pese a hallarse al lado, no cruzaron palabra sino hasta después del primer mes de asistencia.

Ocurrió así.
La clase estaba compuesta por una quincena de estudiantes y tenía lugar un patio cubierto de la Facultad de Artes de la Universidad Central. Allí, bajo la mirada ocasional de un profesor con fachas de loco, los estudiantes se dedicaban a golpear un bloque de alabastro en dos sesiones semanales. Tras nueve meses de trabajo, la nota final dependía de la forma en que mutaba la piedra.

El curso era de modalidad abierta, tanto que el profeso sólo asistía en ocasiones. La mayoría de estudiantes, en cambio, se la pasaba cortando, tallando y cincelando el alabastro horas de horas, más allá del horario fijado. Artistas aprendices, en definitiva; primera vez que experimentaban la embriaguez de la creación.

No obstante no todos manifestaban una vocación artística. Algunos de ellos, Edgar Travéz, por ejemplo, se encontraban allí porque les parecía sencillo pasarse golpeando una piedra dos veces a la semana. Desde luego, estos estudiantes no gozaban de popularidad entre los artistas aprendices, como Luz Alba, quienes no les cruzaban palabra y se alegraban cuando no venían, lo que ocurría con frecuencia dado que el profesor, las pocas veces que recordaba darse una vuelta por el patio, sólo se dirigía y daba consejos a sus pupilos. Los profanos como Edgar no existían para él.

Al transcurrir el primer mes, Edgar apenas si le había causado unos rasguños al bloque de alabastro, y comprendió que se había inscrito en la clase equivocada. A quién pedirle ayuda a esas alturas? A sus compañeros que lo ignoraban tanto como el profesor?

Eso fue precisamente lo que hizo. Recurrió a la compañera de al lado, cuyo bloque de alabastro comenzaba a cobrar formas humanas, aunque sin brazos.

El primer contacto se dio en la siguiente clase, cuando se dedicó a observar cómo la muchacha, con un mandil café, de cabello corto, protegida con gafas mascarilla, tallaba la piedra incansablemente.

Hasta que ella se fastidió y dejó de trabajar.

- Se te perdió algo? - preguntó después de sacarse las gafas y la mascarilla.

Edgar se quedó impresionado. La muchacha tenía un hermoso rostro en el resaltaba la nariz salpicaba por unas pecas graciosas. Una mujer realmente guapa.

- Disculpa - atinó a decir-. Me gustaría que mi bloque estuviera como el tuyo. Pero no sé ni por donde empezar.

Luz Alba notó una carga de tristeza en las palabras de aquel joven. Le inspiró compasión.

- Si quieres te paso los consejos del profesor - ofreció.

Edgar Travéz aceptó esa ayuda loco de alegría. Para él lo más importante en la vida eran sus estudios; por otra parte, no le desagradó la idea de compartir su tiempo con una muchacha así de guapa.

El Amor es un no sé qué by Mario CondeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora