El Padre Fantasma

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El sábado en la mañana, como cualquier fin de semana, Pablo se topó con sus dos amigos en el basquet y pasó con ellos hasta el mediodía. Después regresó a su casa a almorzar y en la tarde no tuvo ganas de salir. Prefirió quedarse en su habitación, recordando la fiesta de la noche anterior, pensando en la muchacha del cabello largo y pecas en la nariz, pronunciando su nombre: ese nombre de tres sílabas y tres vocales abiertas que sonaba en su cabeza una y otra vez, como canción de moda. Fernanda. Fernanda. Fernanda.

Y cada vez que repetía su nombre, veía su imagen, en especial al final segundo porque enseguida retrocedió. La imagen y el nombre acudían a su mente con insistencia: Fernanda con el cabello largo y suelto. Fernanda con sus pecas graciosas. Fernanda con sus labios que le correspondían. Y recordaba el momento de la despedida cuando, con voz nerviosa, le preguntó si podían verse otro día, el sábado y el domingo. Y ella, nerviosa también, le respondió que el próximo fin de semana, iba a estar varios días en la playa, en un viaje con sus padres. Al final se dieron los teléfonos, los emails y un beso en la mejilla. El recuerdo de aquel beso le hacía sentir un frío en el domingo.

El resto del sábado fue extraño. Se pasó recordándola, extrañándola, gimiendo como un perro viejo. Pero eso no fue todo. Al quedarse en casa notó algo en lo que nunca había reparado: la soledad de su padre. Se dio cuenta de que pasó todo el día sólo, en silencio, leyendo el periódico o frente la televisión. Aquella situación le intrigó. ¿Qué le había ocurrido a su progenitor para convertirse en un hombre triste? Percibió el primer indicio de este hecho durante la merienda. La familia se sentó a la mesa: su madre, su hermana Consuelo, la mama Vita, el Cesarín, él, pero su padre se quedó en su cuarto. Qué raro... Como siempre pasaba con sus amigos todo el sábado, en especial en la noche, no había cachado aquello. Preguntó si su padre estaba enojado; su madre le respondió que él prefería comer allí, frente a la tele. La situación le extrañó y le hizo plantearse algunas preguntas: Por qué cuando salían en familia, su progenitor generalmente no los acompañaba? ¿Por qué cuando se cruzaba con él, casi no decía palabra? ¿Por qué Consuelo, Cesarín, él mismo y hasta la abuela Vita, la progenitora de su padre, recurrían sólo a su madre para resolver algún problema?

Hasta esa noche no había reparado que su padre no compartía con la familia. Desde niño, guardaba de él una imagen con una corbata s medio ponerse y con el maletín del trabajo. Quizá por la ilusión que había despertado en él la muchacha de la fiesta, sus sentidos se hallaban más aguzados y lo miraba de forma diferente.

Sin embargo, aquella imagen de la corbata y el maletín del trabajo no correspondía para nada con el hombre a quién ahora veía en su cuarto, agachado la cabeza, comiendo  solo, triste, viejo. Le pareció estar observando una sombra atrapada en la casa, una presencia espectral, un fantasma. 

El domingo, la situación volvió a repetirse. Pablo encontró a su padre en una esquina de sala, solo, leyendo el periódico. Decidió charlar con él.   

- No piensas ir a algún lado?

Su progenitor ni siquiera levantó la vista del periódico dominical y movió la cabeza negativamente.

- Hace un buen día - argumentó -. Deberías salir a dar una vuelta.

- Entonces qué haces aquí? - le dijo su padre. Se quedó sorprendido por aquella pregunta, a la que ni él mismo tenía respuesta. Se inventó algo en ese momento:

- Tengo que terminar unos trabajos del colegio. Además, me siento cansado.

- Si no hacer nada te cansa, imagínate como estaré yo, que me paso trabajando toda la semana.

- Deberías trabajar menos, papá. Sé que no nos sobra dinero, pero tampoco estamos en la indigencia como parte que te sacrifiques diez horas al día.

El Amor es un no sé qué by Mario CondeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora