William Tager.

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Sus delirios resultaron ser dignos de un fascinante argumento de ciencia ficción. Según su relato, en el futuro estaba en la cárcel, mientras el mundo entero era dominado por un régimen autoritario global. Ese gobierno había pasado ciento cincuenta años desarrollando un ambicioso proyecto para crear un portal interdimensional que permitiese viajar en el tiempo. Cuando por fin terminaron la construcción del portal, Tager se ofreció voluntario para realizar el peligroso viaje inaugural hacia el pasado, a cambio de que su condena carcelaria fuese conmutada en el momento en que lograse regresar de su viaje. Para ello, el gobierno lo sometió a un exhaustivo entrenamiento. Poco antes de emprender el viaje, Tager recibió la visita del vicepresidente del gobierno mundial, a quien describió como «un tejano de cabello oscuro y sonrisa alienígena», auténtico eje del gobierno y el hombre más poderoso del mundo. El vicepresidente advirtió a Tager de que estaba obligado a regresar del pasado para ofrecer un informe completo del viaje; no debía ceder a la tentación de quedarse viviendo en el siglo XX, pues se le había implantado un chip que podía ser utilizado para enviar mensajes a su cabeza y así obligarlo a volver. Solo si regresaba se le quitaría el chip y se le ofrecería el perdón total.

Así, el intrépido viajero dio un salto de casi trescientos años, apareciendo en Nueva York el 1 de enero de 1986. Empezó a explorar un mundo que para él era desconocido. Y todo iba bien, hasta que un día cometió el error de intentar meter monedas en un parquímetro que ya no estaba en servicio, lo cual, según su versión, fue motivo bastante para que la policía lo detuviese y un tribunal lo sentenciase a treinta días de prisión. Tager, el viajero del tiempo, protestó airadamente ante el tribunal: si lo mantenían en una celda durante todo un mes, no podría regresar al futuro en la fecha prevista, y el futuro gobierno mundial usaría el chip insertado en su cerebro para martirizarlo. Sorprendido ante tan sentida y aberrante protesta, el juez ordenó un examen psiquiátrico de Tager. Como era patente su desorden mental, la sentencia (suponemos que en realidad impuesta por resistencia a la autoridad o por intentar retirar monedas en vez de meterlas, como contaba él) fue reducida a la mitad. Eso no impidió que Tager perdiese la primera oportunidad de volver al futuro, puesto que el viaje debía emprenderse en unas ventanas temporales determinadas. Salió de su celda pero, dada su tardanza, un enfurecido vicepresidente comenzó a enviarle aterradores mensajes telepáticos, insultándolo y amenazándolo. Sumido en un terrible estado de ansiedad, mortificado por la voz en su cabeza, Tager apenas podía dormir por las noches. Todavía le quedaba un tiempo hasta que se abriese una nueva «ventana» para regresar al futuro, y entretanto tendría que padecer aquella insoportable tortura. Dedujo que necesitaba averiguar la frecuencia concreta en la que le eran enviados esos mensajes, para poder neutralizarlos y obtener algo de paz.

Diez meses después de su aparición en el siglo XX, el crononauta William Tager caminaba por Manhattan cuando, incrédulo, vio a su archienemigo caminando por la calle. Era él, que había venido del futuro para intentar llevárselo de vuelta, o tal vez para matarlo. Allí lo tenía, en carne y hueso: el vicepresidente del gobierno mundial del año 2265, Kenneth Burrows.

Desesperado, Tager empezó a gritarle: 

«¡Kenneth! ¿Cuál es la frecuencia, Kenneth?». 

Y Kenneth, con su pelo oscuro y su acento tejano, fingió no conocerlo: 

«Creo que me está confundiendo con otra persona». 

Tager lo golpeó, y siguió golpeándolo, preguntando por la frecuencia en que eran enviados los mensajes, pero Burrows no soltaba prenda. Al final, cuando apareció gente para ayudar al vicepresidente, Tager huyó. Poco después se dio cuenta de que, seguramente, aquel no era el verdadero Kenneth Burrows. El vicepresidente nunca se hubiese sometido a los riesgos de un viaje en el tiempo. Tenía que ser un doble, un clon que Burrows utilizaba para vigilarlo. Tager había cometido un error, y además se sentía algo confuso por el hecho de que el vicepresidente se pareciese tanto al presentador Dan Rather. Aterrorizado, Tager comenzó a deambular por la ciudad. Pasaron los días. Se dio cuenta de que, en su confusión, había dejado escapar la última «ventana», la última oportunidad para regresar a su época. Los mensajes telepáticos, pues, empeoraron. Tager vivía como un vagabundo, robando comida allá donde podía; de vez en cuando era detenido por esos robos, y encerrado durante una temporada en algún hospital psiquiátrico. Así pasó varios años, entrando y saliendo de celdas, sin encontrar un modo de volver a su siglo, perdido en un mundo hostil y extraño, con la amenazante voz de Burrows siempre metida en el cráneo.

Decidido a poner fin a su calvario, visitó varias bibliotecas, buscando información sobre ondas electromagnéticas. Entendió que los mensajes del futuro tenían que estar siendo enviados a su cabeza mediante las emisiones de televisión, aunque ningún espectador, salvo él, podía oírlos, ya que hubiesen necesitado un chip del futuro para captarlos. En su alucinada mente, la conclusión caía por su propio peso: en alguna de aquellas emisoras tenía que esconderse un cómplice de Burrows, como aquel Dan Rather clónico al que había atacado años antes, pero que manejaba las ondas entre bastidores. Empezó a merodear por los alrededores de los estudios. Un día, mientras acechaba las instalaciones de la NBC, las caóticas diatribas telepáticas del vicepresidente cambiaron de naturaleza, y se convirtieron de repente en mensajes pregrabados que se repetían cada veinte minutos. Así, Tager supo que estaba cerca de su objetivo. Todo lo que necesitaba era entrar, y podría descubrir al autor material de las retransmisiones. Un empleado de la NBC salió a su encuentro, impidiéndole acceder al recinto. Tager sacó la pistola que llevaba consigo y le disparó. Cuando llegó la policía, se declaró culpable. En su imaginación enferma, había matado al cómplice de una futura dictadura planetaria.

El caso de William Tager conmocionó al país, y más aún cuando se comprobó el parecido y la coincidencia en el tiempo con otro crimen sucedido en Canadá, donde un individuo llamado Jeffrey Arenburg también se presentó en la entrada de una emisora de televisión, armado con un rifle, y disparó a uno de los presentadores más queridos de la cadena, el periodista deportivo Brian Smith, que murió como consecuencia de las heridas. Tras su detención, Arenburg aseguró que la televisión estaba enviando señales a su cabeza. Se había presentado varias veces en los edificios de emisoras locales y hasta en el parlamento canadiense, exigiendo entrevistarse con determinadas autoridades o periodistas, aunque siempre lo habían expulsado. La noche del crimen llevaba con él una lista de presentadores, y al parecer disparó a Smith porque este fue el primero al que reconoció; el pobre Brian Smith tuvo la mala suerte de salir del edificio en el momento equivocado. Arenburg fue exonerado del crimen debido a que padecía esquizofrenia y no estaba en posesión de sus facultades mentales. Lo internaron en un psiquiátrico, y ya de paso en Canadá se discutió mucho sobre la necesidad de aumentar el control sobre la tenencia de armas, porque había quedado patente que cualquier desequilibrado podía tenerlas en casa.

En cuanto a William Tager, su apoteósico relato y el hecho de que mostraba claros síntomas de esquizofrenia sirvieron como atenuante durante el juicio por asesinato; fue sentenciado a un mínimo de quince años de prisión. En su celda, Tager pasaba el tiempo escribiendo textos y dibujando cómics en los que desarrollaba una y otra vez los mismos delirios. En 2007, con un informe psiquiátrico favorable, solicitó la libertad condicional, que le fue denegada. En el 2010 se presentó a otra revisión y esa vez sí le permitieron salir a la calle. Tenía por entonces sesenta y tres años. A día de hoy, que se sepa, sigue viviendo en Nueva York.

Siempre ha declinado hablar con la prensa y no se sabe mucho sobre él, excepto que fue liberado bajo una cláusula especial de buen comportamiento, y con la obligación de cumplir a rajatabla varias condiciones: no puede conducir, no puede beber alcohol (ni siquiera puede poner un pie en un bar donde se sirva bebida), ha de realizarse pruebas periódicas para detectar un posible consumo de alcohol u otras sustancias, tiene una hora límite para volver a casa, y ha de presentarse a las sesiones de terapia estipuladas. Hoy, si es que sigue vivo, es un hombre septuagenario que, hasta donde se sabe, no ha vuelto a causar problemas. Eso sí, nunca se lo ha acusado formalmente de agredir a Dan Rather, quien supongo tenía más bien pocas ganas de remover el asunto presentando una demanda, no fuese que Tager volviese a verlo convertido en el malvado Kenneth Burrows. 

Bien, sin duda, una gran canción con una gran historia alucinante tras ella y realmente interesante.

-R.E.M.-[Facts & Curiosidades]Where stories live. Discover now