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En aquel momento,  le vino entre golpes y recuerdos una palabra. Quizá una explicación: Karma

— Acéptalo —dijo él hombre con una voz llena de odio—. Dime que lo hiciste.

Y como un rompecabezas todo encajó en su mente, y aquello hizo que la paz se viera casi reemplazada.

Él

El hombre que le hizo la vida un suplicio volvía aún después de la muerte para acabar finalmente con ella; porque luego de tantas agresiones, torturas y abusos, él debía hacer su acto final.

— ¡Vamos, maldita zorra! —grito él hombre, golpeando con la culata del cuchillo de caza a la mujer que se encontraba agonizando en el piso manchado de su propia sangre.

Aquella época en que casi no dormía, o al menos no si él se encontraba en casa, se mantenía vigilando que no se acercará a sus hijos. Sin embargo, cuando lo hacía, le encantaba soñar que lo mataba. 

Ahorcado. Ahogado. Apaleado. Descuartizado. 

No existía límites si se trataba de verlo sufrir. Pero, muy a su pesar, aquello quedaba como lo que eran: sueños. Nunca se había atrevido a levantarle la mano o siquiera la voz. Hasta ese día, cuando aprovechó su estado de ebriedad para -por fin- jugar sus cartas. Tomó el cuchillo recién afilado y se acercó a él, evitando hacer ruido con sus pisadas. Y sin ningún tipo de remordimiento, acarició con el filo del cuchillo el cuello de su esposo. Él intentó defenderse con la poca fuerza que aún tenía, pero ella no iba a dejarlo así. Debía terminar lo que empezó, así que reuniendo toda la rabia que existía en su interior, lo apuñalo tantas veces que perdió la cuenta y él, la vida. De pronto la sala se volvió un charco de sangre, que después de encargarse de él tenía que limpiar, pero no importó. Jamás había tenido asco a la sangre.

—No —mintió con un hilo de voz. ¿Por qué no había dicho la verdad? ¿Por qué no ahora que ya no existía alguna consecuencia? No había explicación coherente, no en aquel momento, pero aquella mentira sé sentía un logro en su boca.   

El hombre cansado de aquella mujer decidió acabar con todo. Alzó el cuchillo y le propinó una certera puñalada que acabó, de una vez por todas, lo que le quedaba de vida. Gruñó.

— Lo mataste, lo mataste, lo mataste —susurró aquel hombre con la sombra de una sonrisa triste esbozada en sus labios. Con la mano temblorosa sacó lo último que tenía de su amante; lo había envuelto con varias capas de papel y después lo resguardo en el mismo sobre de aluminio. En aquel momento pensaba que se había vuelto loco por guardar un condón usado pero, cuando todo ocurrió, fue lo único que le ayudó a no volverse loco. — Y yo lo amaba. 


No se escucho nada, pero todo eran lamentos.

CRIMENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora