AHORA Y SIEMPRE

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¿Por qué tenía que ser así?

¿Por qué tenía que ser su padre, el Faraón Aknankanon, de todas las demás personas?

Atem se arrodilló al lado de la cama en la que su padre descansaba y tomó una de sus manos entre las suyas. Estaba frío, podía sentir cómo la vida se le escapaba poco a poco.

¿Qué iba a hacer él ahora? ¿A quién iba a preguntar sus dudas o a pedir consejos? ¿Quién iba a dirigirlo tan bien como solo podía hacerlo su padre?

Durante su sepelio, no lloró. No se permitió hacerlo. ¿Qué clase de imagen daría a su reino si lo hacía?

Él no debía ser débil.

Muchas personas asistieron al sepulcro. Algunos eran realmente leales al Faraón, otros lo hacían por respeto y algunos sólo por obligación. En ese momento, aunque estuviera rodeado de su gente, se sentía más solo que nunca.

—La coronación será mañana —le informó Mahad una vez que llegaron a sus aposentos. La poca luz de la habitación le daba un aspecto más tétrico de lo que recordaba —. Príncipe...

Atem no lo miró. Mahad se había quedado unos pasos atrás.

—Gracias por acompañarme, Mahad. Ya estoy bien, puedes retirarte —dijo.

Mahad se quedó en silencio por unos cuantos segundos.

—Lamento su pérdida, Príncipe —otro minuto de silencio —. No... Lamento tu pérdida, Atem.

Esta vez, el Faraón giró a verlo. Una pequeña sonrisa cruzaba su rostro, siempre era un suceso grato y feliz cuando Mahad dejaba de lado las formalidades y le hablaba de igual a igual, como un amigo; pero, en ese momento, Atem no podía sentir lo mismo. A Mahad se le partió el alma al verlo así.

—Gracias, puedes irte, Mahad —volvió a decir y al sacerdote no le quedó más opción que obedecer.

Mahad salió de la habitación real y, tras cerrar las puertas, suspiró. No había mucho que él pudiera hacer ahí. Sabía que no era el indicado.

Con un asentimiento, se despidió de los guardias frente a las puertas —dejándoles una breve indicación —y se encaminó al piso inferior del castillo, en donde vivía su hiperactiva alumna.

Quizás quería silencio. Quizás quería bullicio.

No sabía lo que quería. Nunca lo había hecho.

Dejó caer su capa sobre su colchón y se sentó sobre el mismo, apoyando su cabeza entre sus manos y sus codos sobre sus rodillas.

Tenía ganas de llorar. Ganas de huir. Se sentía abandonado, por más acompañado que estuviera.

La enfermedad había arrasado con su padre como cuando atacaron Kul Elna.

Tanto Shimon como Isis le habían advertido sobre lo que iba a suceder. Habían intentado prepararlo, diciéndole y recordándole el mal estado de su padre, pero había que ser sinceros, no importaba cuánto uno se preparara, no había manera de evitar el dolor que provocaba.

—¡Príncipe! —escuchó.

Las puertas de sus aposentos se abrieron repentinamente y él apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando los brazos de su mejor amiga, Mana, lo rodeaban por el cuello, dejándole apoyar su cabeza sobre su pecho.

Sus ojos se abrieron. Él no tenía problema con que ella actuara tan confiadamente, pero sabía que no era del total agrado de los guardias, o sacerdotes, o de quien sea que trabajara dentro del palacio.

Sin embargo, cuando dirigió su mirada a las puertas —por el espacio que había de separación entre el brazo y el torso de Mana —, se dio con la sorpresa de que no había nadie a la vista. De hecho, sus puertas habían sido cerradas incluso cuando sabía que Mana no se preocupaba en lo más mínimo por la privacidad.

Ahora Y Siempre [Vaseshipping]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora