Prólogo

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Un hombre joven vestido con una simple camisa negra y unos tejanos entró de un portazo a una habitación. Encendió las luces y empezó a gritar, despertando a los inquilinos. Las diez alumnas adormidas se levantaron apresuradamente, más por el miedo a ser castigadas que no las ganas de sufrir otra clase infernal. Se prepararon a toda prisa y se colocaron en fila, preparadas para salir. Pero una de ellas seguía sentada en la cama, frotando con delicadeza su tobillo derecho.

– No seas vaga, Ann. Levántate de una vez – le dijo el hombre, con cara de pocos amigos.

– No quiero – contestó ella.

– Sabes que no me importa que te hayas hecho daño en el tobillo, ¿verdad? O te levantas o pasarás un divertido rato con Eric – dijo el hombre mirándola fijamente a sus ojos azul marino.

Ann reaccionó al oír ese nombre. Su cuerpo se tensó y su mente se dedicó a vagar por recónditos recuerdos que odiaba albergar. No tenía otra opción. Se levantó lentamente mientras el hombre ya conducía a las demás chicas a su primera clase. Caminó tan rápido como pudo, intentando no apoyar mucho el pie derecho. Recorrieron los mismos amplios pasillos grises de cada día, pasando por delante de decenas de puertas negras. Ann apenas podía mantener el ritmo, pero no mostró ninguna mueca de dolor en su rostro. Por suerte, la lesión no era tan importante. Podía caminar. La primera clase era de historia con la señora Fisher, una anciana señora que siempre estaba amargada y ni intentaba ocultar su repulsión hacia los niños. Regularmente se la veía hablar con su malhumorado gato gris, y se rumoreaba que antiguamente se dedicaba a secuestrar a jóvenes para torturarlos hasta que el último aliento abandonara sus cuerpos. Nadie sabía si era cierto o no.

Los chicos ya estaban sentados en sus respectivos asientos, con la típica cara de cuando alguien te despierta a las cinco de la mañana. Las chicas se sentaron y la clase empezó. Ann no prestó atención a la lección, bueno, sería mejor decir que no podía prestar atención. El dolor debido al largo paseo no la dejó pensar claramente. De todas formas, la señora Fisher no tenía la costumbre de hacer preguntas a sus alumnos, así que no tenía que preocuparse de volver a ser víctima de las burlas de sus compañeros. Y debido a que la anciana era conocida por castigar a cualquiera que se atreviera a suspirar, nadie la molestaba en esa hora.

La primera clase terminó y siguiendo el horario establecido, les tocaba correr, algo que Ann sabía que tendría que hacer sí o sí a pesar de su malestar. Hacía tiempo que aprendió a la fuerza que ningún profesor en ese instituto tenía alguna pizca de piedad hacia las personas como ella. Muchos de ellos (para no decir todos) preferían morir a entablar una relación normal con ella. Mientras corría con esfuerzo (si es que se puede llamar correr a los extraños movimientos que hacía Ann), una chica pelirroja le puso el pie delante del suyo, haciéndola caer estrepitosamente al duro suelo. La chica siguió corriendo riéndose, contagiando a los demás. Era una de las chicas más populares del curso y también de las más hipócritas.

Como era de esperar, Ann resurgió llena de heridas por todo el cuerpo, pero ninguna queja salió de sus labios. Al fin y al cabo, no sentía dolor. Ya estaba acostumbrada. Con el tiempo, el calvario y la angustia se habían convertido en una rutina para ella. Se incorporó y siguió corriendo mientras se limpiaba la sangre con la camisa blanca. Cada vez que lo hacía, estaba más convencida que ese curioso color debía de tener segundas intenciones detrás del escenario. Seguramente estaba en lo correcto.

Al fin terminaron de correr y se refrescaron un poco con el agua fría de las fuentes. Ann esperó hasta que todos se fueran y se limpió rápidamente las heridas.

En la tercera clase dividieron a los alumnos para sus respectivas actividades. Ann se quedó en un lado apartada, esperando la orden de limpiar, lavar platos o cualquier cosa que a los demás no les apetecía hacer. El hombre que había despertado tan bruscamente a las chicas se le acercó.

– Hoy no tienes que hacer nada – dijo él, sorprendiendo a Ann.

– ¿Qué? – respondió ella.

– ¿Estás sorda? Te he dicho que no tienes que hacer nada hoy – dijo él, de mala gana.

Ann seguía sin creérselo. Hasta ahora tuvo que hacer todas las tareas que le encomendaban sin protestar. Nunca importó si estaba o no en condiciones de hacerlo. Tuvo que soportar temperaturas extremas y condiciones desfavorables e inhumanas.

– Pero debes de ir con Eric – dijo él con una sonrisa maliciosa.

La frase congeló el cuerpo de Ann. Le entraron sudores fríos y su mirada reflejó un miedo aterrador. 

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⏰ Last updated: Dec 22, 2017 ⏰

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