UNO

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Era domingo. Chance estaba en el jardín. Se movía con lentitud, arrastrando la manguera verde de uno a otro sendero mientras observaba atentamente el fluir del agua. Delicadamente fue regando cada planta, cada flor, cada rama del jardín. Las plantas eran como las personas: tenían necesidad de cuidados para vivir, para sobreponerse a las enfermedades, y para morir en paz. Sin embargo, las plantas diferían de la gente. Ninguna puede reflexionar sobre si misma ni conocerse; no existe ningún espejo en que pueda reconocer su rostro; ninguna puede obrar intencionadamente; no le queda sino crecer y su crecimiento carece de sentido, puesto que no puede razonar ni soñar. Las plantas gozaban del resguardo y protección del jardín, separado de la calle por un alto muro de ladrillos rojos cubiertos de hiedra, cuya paz no perturbaba siquiera el ruido de los coches que pasaban. Para Chance las calles no existían. Si bien nunca había abandonado la casa y su jardín, la vida que transcurría del otro lado del muro no despertaba su curiosidad. El frente de la casa donde habitaba el Anciano, podría haber sido parte del muro o de la calle. Nada indicaba que hubiera allí algún ser viviente. En los fondos de la planta baja, que daban sobre el jardín, vivía la criada. Pasillo por medio estaba la habitación de Chance, su cuarto de baño y un corredor que conducía al jardín. Lo que el jardín tenía de particularmente atractivo era que, en cualquier momento en que se detuviera en Los angostos senderos, entre los macizos de arbustos o entre los árboles, Chance podía comenzar a dar  vueltas sin saber a ciencia cierta si avanzaba o retrocedía, si sus pasos lo acercaban o lo alejaban del lugar de donde había partido. Lo único importante era seguir su propio ritmo, como las plantas en su crecimiento. De vez en cuando, Chance cerraba el paso de agua y se sentaba sobre el césped a reflexionar. El viento, ajeno a la dirección en que soplaba, mecía los arbustos y los árboles. El polvo de la ciudad se asentaba uniformemente, oscureciendo las flores que pacientemente aguardaban el lavado de la lluvia y luego los rayos del sol que las secaran. Sin embargo, a pesar de la vida que bullía en él, aun en el momento de su máximo esplendor, el jardín era la tumba de sí mismo. Bajo cada árbol Y cada arbusto había troncos que se pudrían y raíces que se desintegraban. Resultaba difícil saber qué era más importante: la superficie del jardín o la tumba en la que se originaba y en la que recaía constantemente. Había, por ejemplo, cerca del muro unos setos vivos que prosperaban con total indiferencia por las plantas vecinas; crecían con mayor celeridad sofocando a las flores más pequeñas y adueñándose del terreno de los arbustos más débiles. Chance entró en la casa y puso en funcionamiento el aparato de televisión. El aparato creaba su propia luz, su propio color, su propio tiempo. No estaba sometido a las leyes físicas que acababan siempre por doblegar a las plantas. Todo en la pantalla aparecía en forma confusa y entremezclada, pero al mismo tiempo suavizada: el día y la noche, lo grande y lo pequeño, lo flexible y lo quebradizo, lo suave y lo áspero, el calor y el frío, lo cercano y lo distante. En ese mundo en colores de la televisión, la jardinería era como el bastón blanco de un ciego. Cambiando de canal, Chance podía modificarse a sí mismo. Al igual que las plantas del jardín, pasaba por distintas fases, sólo que, a diferencia de ellas, podía cambiar tantas veces como lo deseara con sólo dar vueltas al dial. En algunos casos podía desplegar su imagen en la pantalla del televisor tal como lo hacían los actores. Dando vueltas al dial, Chance hacía penetrar a los otros en sus ojos. De ese modo llegó a creer que el solo se confería su propia existencia. La imagen en el televisor se parecía a su propia imagen reflejada en un espejo. Aunque Chance no podía ni leer ni escribir, se asemejaba más al hombre de la pantalla que lo que difería de él. Por ejemplo, sus voces eran idénticas. Se sumergió en la pantalla. Como la luz del sol, el aire puro y la llovizna, el mundo más allá del jardín penetró en Chance Y Chance, como una imagen de la televisión, hizo irrupción en el mundo, sostenido por una fuerza que no podía ver ni sabía nombrar. De repente oyó el chirriar de una ventana que se abría encima de su cabeza y la voz de la corpulenta criada que lo llamaba. Se levantó con desgano, apagó cuidadosamente el televisor y se dirigió al exterior. La criada se había asomado a una de las ventanas de los pisos superiores y sacudía los brazos. A Chance no le gustaba. Había venido a la casa poco tiempo después que la negra Louise se enfermara y regresara a Jamaica. Era gruesa. Procedía del extranjero y hablaba con un acento extraño. No entendía nada de lo que se hablaba en la televisión, que, sin embargo, miraba siempre en su cuarto. Por lo general, Chance sólo la escuchaba cuando le traía de comer y le contaba lo que creía que el Anciano había dicho. Ahora le pedía que subiera sin demora. Chance comenzó a subir la escalera. No confiaba en el ascensor desde la vez que la negra Louise se había quedado encerrada en el durante horas. Atravesó el largo corredor hasta llegar al frente de la vivienda. La última vez que había estado en esa parte de la casa, algunos de los árboles del jardín, ahora altos y frondosos, eran pequeños e insignificantes. En ese entonces no había televisión. Al verse reflejado en el gran espejo del vestíbulo, Chance recordó la imagen del niño que había sido y la del Anciano sentado en un inmenso sillón. El Anciano tenía los cabellos grises, las manos arrugadas y encogidas; respiraba con dificultad y hacía frecuentes pausas cuando hablaba. Chance recorrió las habitaciones, donde parecía no haber nadie; pesados cortinajes apenas dejaban filtrar la luz del día. Lentamente contempló los grandes muebles cubiertos de viejas fundas de hilo y los espejos velados. Las palabras que el Anciano había pronunciado la primera vez que lo viera se le habían fijado en la memoria como sólidas raíces. Chance era huérfano y el Anciano lo había recogido en su casa desde muy niño. La madre de Chance había muerto al nacer él. Nadie, ni siquiera el Anciano, le quiso decir quién era su padre. Si bien aprender a leer y escribir estaba al alcance de muchos, Chance nunca lo lograría. Tampoco iba a poder entender todo lo que le dijeran, ni lo que se conversara a su alrededor. Chance debía trabajar en el jardín, donde cuidaría de las plantas y el césped y los árboles, que allí crecían en paz. Sería como una de las plantas: callado, abierto y feliz cuando brillara el sol, y melancólico y abatido cuando lloviera. Su nombre era Chance porque había nacido por casualidad. No tenía familia. Aunque su madre había sido muy bonita, había padecido de la misma falta de entendimiento que él; la delicada materia del cerebro, de la que brotaban todos los pensamientos, había quedado dañada para siempre. Por consiguiente, Chance no podía aspirar a ocupar un lugar en la vida que llevaba la gente fuera de la casa o de la verja del jardín. Su existencia debía limitarse a sus habitaciones y al jardín; no debía entrar en otras partes de la casa ni salir a la calle. Louise, la única persona con quien tendría trato, le llevaría la comida a su cuarto, donde nadie más podría entrar. El Anciano era el único que podía caminar por el jardín y sentarse allí a descansar. Chance debía hacer exactamente lo que se le indicaba, pues en caso contrario sería enviado a un hogar para enfermos mentales, donde -le dijo el Anciano- lo encerrarían en una celda y se olvidarían de él. Chance había obedecido siempre las órdenes recibidas; la negra Louise también. Chance empujó la pesada puerta y la voz estridente de la criada fue como una sacudida. Entró y se encontró en una habitación dos veces más alta que las demás. Las paredes estaban revestidas de estanterías llenas de libros. En una de las mesas había varios cartapacios de cuero. La criada hablaba a gritos por el teléfono. Se dio vuelta y, al verlo, señaló el lecho. Chance se acercó. El Anciano estaba sostenido por firmes almohadones y parecía estar en suspenso,si estuviese escuchando atentamente el murmullo engañoso de una gotera. Sus hombros descendían en ángulos agudos y la cabeza pendía hacia un costado, como un fruto pesado de una rama. Chance clavó la vista en el pálido rostro del Anciano. Tenía un solo ojo abierto, como los pájaros que a veces aparecían muertos en el jardín; el maxilar superior le caía sobre el labio inferior. La criada colgó el receptor y le informó que acababa de llamar al médico que no demoraría en llegar. Chance contempló una vez más al Anciano, murmuró unas palabras de despedida y se retiró. Una vez en su habitación, encendió el televisor.

DESDE EL JARDÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora