Mientras sus pies subían la pequeña cuesta rumbo a una puerta que irradiaba el frío de una pérdida y el calor del consuelo se preguntaba cómo iba a ser verla de nuevo. La situación no era la que él hubiese querido, no era un encuentro en la calle o una invitación a salir que hubiera surgido de un mensaje de texto, no era uno de esos trabajos en grupo que gracias al azar les habría tocado hacer juntos. No era una oportunidad para arreglar las cosas, puesto que había una gran distancia entre ellos, había un muro más sólido que el orgullo, más sólido que el rencor, más sólido que el odio.
Continuó subiendo la cuesta hasta llegar a esa puerta desde donde se sentía la presencia del destino rumbo al cual todos vamos, se sentía el contraste entre el olor a café y los arreglos florales, se oían los cantos, los sollozos, pero más que nada la sensación de culpa e impotencia que desde la puerta le revolvían el estómago a cualquiera.
Tomó un respiro, y con la duda, la emoción de verla de nuevo, la certeza de conocer las consecuencias y el miedo a las mismas dió un paso, y la atmósfera que le cortaba la respiración desde lejos, lo comenzó a inquietar una vez dentro de ella.
Daba cada paso con las emociones mezcladas, con las piernas temblorosas, con los ojos cristalizados. La voz de Fito Páez entró por sus oídos y un escalofrío recorrió su espalda. Entró a la habitación tropezando con sillas rodeando en media luna un escenario florido, lleno de tarjetas impresas en blanco y negro, rodeando nada más y nada menos que un cajón con la tapa abierta.
Caras conocidas y desconocidas bañadas en lágrimas se hallban dispersas entre tantas sillas que se hallaban en el salón, una foto de ella se imponía con una melancólica delicadeza por encima de los arreglos florales, llevaba encima medallas, pines, cartas y regalos, pero la fotografía se mantenía estática, mientras todos los presentes elaboraban en sus mentes una animación, una película con la fotografía a la cual contemplaban con la mirada perdida.
Se formó una fila para ir a verla por última vez, y sin saber exactamente qué hacer, se puso tras la última persona en la fila, mientras la misma perdía y ganaba personas periódicamente, él seguía pensando qué iba a hacer.
La persona delante suyo tomó su turno y se acercó al ataúd, apoyó la mano en el cristal que dividía la vida de la muerte mientras susurraba palabras que no podían atravesar el cristal. Su estómago se hizo un nudo. Comenzó a temblar y no estaba muy seguro de si estaba llorando.
Su turno había llegado, caminó por el estrecho camino que las flores formaban, haciendo el inútil esfuerzo de no pisar ninguna. Se acercó y la vió; acostada sobre un alcolchado blanco brillante con su cabeza descansando sobre un pequeño almohadón decorado con rosas artificiales, rosas con pétalos de tela. No pudo evitar el admirar su cabello, que yacía desparramado, cada mechón haciendo suaves olas formando un mar que enmarcaba su delicado y pacífico rostro.
Admiró sus párpados, cortinas de ventanas que nunca serían vistas de nuevo porque ya no había nadie tras ellas. Esos ojos... que nunca más vería, aquellos que él había cristalizado la última vez que los vío, esos ojos que lloraron de rabia e impotencia, esos ojos que mataría por ver de nuevo, para poder decifrar escondían.
Apoyó la mano en el cristal que le impedía tocarla y sintió el frío. Hay muros hechos de cemento, de ladrillo, de adobes, de cualquier material que el dueño imaginara para separar una cosa de la otra. Pero el muro que creaba el cristal era más fuerte que cualquiera de ellos, sabiendo que era frágil, pero con la certeza de que nadie se atrevería a romperlo y a pesar de hacerlo, la separación seguiría ahí, a pesar de los cristales rotos.
Era curioso, siempre hay cápsulas que encierran algo, dentro de aquella cápsula amor y miedo estaban encerrados, la muerte estaba encerrada y por primera vez, la vida no podía entrar. Siguió mirando, trató de decir algo, pero rompió a llorar. ¿Qué podría decirle? el tiempo había acabado, quizás para ésto estaba hecha la fe, para dar una pauta de qué había tras el cristal.
Sin saber, abrazó una creencia invisible, intangible. ¿Sería abrazar a la nada? ¿Acaso estaba hablando con la nada?
¿Con quién estaba hablando?
O simplemente trataba de hablarle a un cadáver con la vaga esperanza de aliviar el dolor, con la vaga esperanza que ella estuviese escuchando, y peor aún con la vaga esperanza que ella lo escuchaba, lo abrazaba... con la vaga esperanza de que lo perdonara.
De repente todo se mezclaba, todo se derrumbaba, los escombros caían líquidos por sus mejillas, las rodillas le fallaron y un grito escapó de su garganta, pero no salía ni una palabra, no pensaba en nada, sólo saboreaba el amargor del dolor.
Tenía catorce meses para buscarla, para arreglar todo, para contarle cómo estaba, para oír sus opiniones, o simplemente para pintar el mundo con una sonrisa. Sintió como lo levantaban del suelo y lo sentaban en una silla.
Levantó la mirada y se encontró con una línea plateada, la siguió levantando la cabeza y encontró su fotografía, protegida con otro cristal. La vió, sonriendo, con el cabello alborotado, apoyada en un muro llevando un vestido verde. Contempló la foto, y sin querer, enfocó su vista en el reflejo del cristal.
Vió su reflejo, un rostro lleno de lágrimas, bolsas bajo los ojos y el cabello despeinado. Hubiera dicho que se veía patético, pero ésta vez no le importó. Enfocó la vista en la fotografía de nuevo, y comenzó a recordar.
Finalmente entendió que el muro que los separaba, no era nada más que un cristal, el cristal más fuerte que se hubiera podido fabricar.