Tan solo a dos manzanas de llegar al hospital, pude verlo: salía de una tienda de tatuajes. Todo él tatuado, también. Llevaba unos vaqueros desgastados colgando, casi enseñando por completo sus calzoncillos; una camisa negra, arrugada y de manga corta; y su cabello, largo y oscuro, recogido en una coleta floja. Caminaba erguido, a paso tranquilo: de aquella forma que tanto caracterizaba a la gente con confianza. Desconocía el porqué, pero me sentí mal. Lancé una mirada hacia mi vestido estampado a medio muslo de color tostado, luego a mis leotardos marrones y, finalmente, a mis botas beige. Él parecía una estrella de rock; yo parecía alguien sacado de los sesenta.
Coloqué la mano en mi humilde melena. Por la quimio había perdido el pelo y, aunque ahora me había crecido, ni por asomo lo llevaba más largo que él. Con añoranza pensé en que hubo un tiempo que lo llevaba rebasando las caderas. Triste como estaba, tomé un mechón de mi cabeza; lo había teñido de naranja, para cambiar. Había escuchado tantas veces que los cambios eran buenos que debía de servir.
Seguimos el mismo camino y nos detuvimos en el hospital. Entonces entramos en oncología, y nos dividimos. Me senté en la sala de espera después de enseñar mi SIP. La enfermera me miró de soslayo, juzgándome. Conocía muy bien aquel gesto fruto de la compasión. Probablemente se estaría preguntando acerca de mi salud. Es joven: tan solo tiene treinta años. Qué cruda es la vida. Y ya. Tras evocar aquello, seguiría con su día a día como si no hubiera ocurrido nada. Qué muriera yo no la influía en absoluto, aunque, por el contrario, compadecerse de mis circunstancias sí lo hacía; la ayudaría a sentirse mejor consigo misma. Allá iban ella, sus emociones y el del resto de enfermeras. Allá iban los sentimientos de todo el personal del hospital. El narcisismo, qué se disfrazaba de compasión.
—Vera Ortiz —llamó una voz grave. Clavé mi vista en el suelo y solo caminé hacia el despacho del doctor Núñez.
Me senté frente a él, en su escritorio. Luego lancé mi mirada café sobre el café de su desayuno, que descansaba en un vasito de cartón con un dibujo de hojas marrones, naranjas y amarillas. Un bonito motivo otoñal. Me cuestioné si era posible que mi existencia rebasara el próximo otoño. Quise llorar, pero no lo hice.
—La biopsia que le hicimos dio negativo. —Suspiró él, como si no se lo hubiera esperado. —Tiene quistes en el pecho izquierdo, pero son benignos. A veces la mamografía no es definitiva, señorita Ortiz. Pero, aun así, debe pasar revisión cada seis meses: no nos podemos arriesgar a llevarnos un susto.
Solo asentí, estupefacta. Había sacado la cena a descongelar, porque volvía a casa para cenar. Clavé mi iris sobre los ojos del doctor, llenos de arrugas pero afables. Su pupila estaba dilatada, probablemente por el exceso de cafeína. Tenía ojeras y bolsas, pero, aun así, aquella mirada se sentía bonita. A veces era verde y a veces marrón: cuando me anunció mi tumor, cinco años atrás, era verde. Por aquel entonces consideraba que el verde podía destruir. Ahora, que la sentía más marrón que verde, contemplé de nuevo a su vaso de café: al motivo decorativo de las hojas, marrón café. Marrón otoño. Marrón nuevas promesas.
—Por cierto, antes de que se me olvide. ¿Ya le dieron fecha para la operación de reconstrucción mamaria?
Asentí en silencio.
***
Me dirigí hacia la cafetería del hospital con la intención de pedir algo dulce: me merecía chocolate para celebrar mi victoria. Al final opté por un croissant con, por supuesto, extra de chocolate. Mientras masticaba con una sonrisa temblando en la desdibujada línea de mi boca, me topé otra vez con él. Nuestros ojos se encontraron durante un segundo, con tanta intensidad que tuve que romper el contacto. El tipo sacudió su cabello oscuro, después se levantó. Como movida por un embrujo, solo lo seguí. Recorrí tras él los largos pasillos del hospital, hasta que se detuvo delante de la entrada de los lavabos. Entró. Se escuchó el sonido débil de la puerta golpeando el marco. Lancé una bocanada de aire con la impresión de que estaba haciendo el ridículo ahí quieta.
Cuando me dispuse a largarme de allí, la puerta se entreavió. A través de la rendija que había creado aquel desconocido discerní la rendija, también, de sus ojos grises. Resplandecían con una viveza de la que tanto carecía yo. Uno de sus mechones negros cayó sobre su frente. «Entra» musitó, dejando entrever que aquellas fueron sus intenciones desde el principio. Cohibida como estaba, reculé. El corazón a aquellas alturas estaba a punto de saltar fuera de mi pecho. Me tendió su brazo moreno, grueso y tatuado. Hacía tanto que no estaba a solas con un hombre que se me había olvidado lo que se sentía. Y, además, las veces que había compartido intimidad nunca habían sido ni por asomo con alguien tan espectacular.
En un impulso estúpido, tomé su mano. Tiró de mí al interior y puso el pestillo. Me pegué a la puerta, completamente arrepentida de mi decisión, mientras el peso de su mirada recaía sobre mi cuerpo. Abrí los labios, sofocada, en busca de un oxígeno que no terminaba de reconociliar con mis pulmones. Se acercó a mí despacio, con miedo a intimidarme. Posó su mano derecha sobre mi sien, después descendió a través de mis pómulos hacia mi garganta. Y entonces me miró como si fuera yo alguien especial o como si aquel encuentro en el lavabo mereciera la pena. Mis ganas de llorar cabalgaron majestuosas.
Con suavidad, acercó su agraciado rostro al mío, que temblaba. Dejó que su boca reposara durante unos segundos sobre mi frente, luego me besó en los labios. Fue lento y concienzudo, como si buscara algo en mí que le hiciera falta. Tuve mucha inseguridad, porque en realidad no se me daba bien lidiar con las espectativas que construían los demás sobre mí misma. Prefería decepcionarlos en un principio a hacerles creer que en algún momento fui válida.
Hundió sus manos entre mis hebras y suspiré. Sabía a menta y olía incluso mejor. Así que solo me quedé laxa; apoyada contra la puerta con la intención de dejarle que me hiciera lo que quisiera. De todas formas, aunque lo decepcionara, a mí me quedaría el bonito retazo de aquella escena. Por una vez me merecía ser egoísta; dejar de preocuparme tanto por el mañana.
Movió su caricia a mi cintura, desde donde bajó a mi trasero. Lo apretó, entrelazándonos en un abrazo. Cruzó sus pupilas como si me estuviera leyendo los rasgos. «Eres muy suave», me susurró con el gris de sus ojos taladrando mi marrón. Gemí flojo cuando su toque se movió hacia mi entrepierna. Me acarició con lentitud por encima de los leotardos y, cuando me vio lo suficiente desinhibida, los bajó junto a la ropa interior. Sus dedos abrieron mis pliegues, ya empapados. Dejó que el corazón ahondara dentro de mí, mientras estimulaba mi clítoris con el pulgar. Gemí, esta vez más fuerte. «Shhh»; suspiró en mi oído, después lo lamió.
Me animé a mover las manos hacia su pantalón. Toqué su erección; tan tensa que le debería de doler. Con esfuerzo, logré liberarla. La tomé en mi derecha y traté de seguir un ritmo constante con mis bombeos. Hacía tanto que no estaba en una tesitura similar que estaba absolutamente segura de que mi toque no era nada del otro mundo. No obstante, tuve el privilegio de verle morderse el labio para aguantar un gemido, que murió en su boca en forma de suspiro. Mirándome, otra vez, me dijo «Ojalá pudiera estar aquí»: acentuó aquello con una penetración profunda de su dedo.
Llevábamos los dos el mismo ritmo: estimulando el uno al otro con nuestras manos. Hasta que él culminó; manchó gran parte de su camiseta negra. Seguidamente, llegué yo. El primer atisbo de mi orgasmo fue propiciado por la satisfacción de aquel iris de plata. Acto seguido, se alejó de mí para dejarme espacio. Con nuestra burbuja personal rota, volví a sentirme incómoda. Había hecho una locura digna de una adolescente de instituto, sin contar con que seguía con las bragas y los leotardos a la altura de los tobillos. Me los subí tan rápido como pude.
El chico se quitó la camiseta para después colocarse frente al espejo. Me vi reflejada en él; algo encogida y sonrojada. Intercambiamos miradas a través de él. El cordón de músculos de su espalda se tensó cuando se inclinó para abrir el grifo. Mojó la camiseta llena de semen, qué usó para limpiar su pecho tatuado. No pude evitar admirar la forma en la que ondeaban sus abdominales cubiertos de tinta, que llevaban el rostro de una calavera que tanto me recordó a la Catrina. Tras aquello, se deshizo lo poco que le quedaba de su coleta para volverla a encajar en aquella goma negra de pelo.
—No debimos de hacerlo —musité en a penas un susurro.
Se giró para lanzarme una evaluación con sus ojos. Sonrió con socarronería, quizá por mis estúpidos intentos de disimular la forma en la que me sentía atraída.
—Habla por ti. Yo no me arrepiento de absolutamente nada de esto.
Y, sin más, salió a pecho descubierto por los pasillos del hospital.
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Tocado fondo
Romance[Pausada][Aviso: contenido adulto] Vera ha vivido una existencia triste y sola, marcada por el cáncer. Dorian, como Vera, ha aprendido que la mayoría de veces no había nada que mereciera la pena; por eso su vida se había basado total y completamente...