Capítulo II

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Cuando me desperté al amanecer siguiente, tenía la sensación de que todo lo que me había pasado fue un sueño. Aunque lo peor era no saber qué considerar lo más surreal; el hecho de que no tuviera cáncer o lo que había compartido con un desconocido en un cuarto de baño. Quizá el quid de la cuestión estaba en que me había acostumbrado a la constante de mis desgracias y, en consecuencia, no sabía cómo hacerle frente a algo que no le pasaba a la Vera de siempre. No obstante, aquella mañana me sentía valiente; así que cuando Teresa me llamó decidí responder al móvil. Generalmente no cogía sus llamadas y sus WhatsApp solía responderlos pasados unos días.

—¿Vera? —inquirió mi hermana con cierta incomodidad—. No esperaba que me contestaras. —Hizo una pausa. —Ayer te mandé un mensaje y creo que no lo has visto. Gabriel y yo vamos a hacer una comida familiar este fin de semana y queríamos saber si te apuntas. Vendrán los tíos y habrá carne asada.

Hacía tanto que no escuchaba su voz a través de la línea que me sentí fuera de lugar.

—Yo..., no sé si voy a poder ir. Ya sabes, estoy algo cansada por mis cosas. Y tengo el estómago sensible: no creo que me vaya a sentar bien una barbacoa.

—Bueno. —Suspiró. —Prométeme que lo vas a pensar, ¿vale? Gabriel y la pequeña Estela tienen ganas de verte, también. Ojalá cambies de opinión.

Tuve el impuso de decirle que no iba a hacerlo porque me veía incapaz de cargar con su felicidad. Estaba contenta por ella, por lo maravillosa que era su vida, pero a la vez la odiaba. Odiaba que fuera feliz; qué tuviera todo lo que yo nunca pude tener. Y, al mismo tiempo, me daba pena mancharla: hacerla desdichada con mis visitas al doctor. Ella, que era tan dichosa, no se merecía experimentar el ambiente de alguien sin futuro como lo era yo. Así que decepcionarla sería mi espacio seguro. Estaba bien con que nadie pensara que podía hacer algo válido. Estaba bien pasar todos los días rascando el lomo de Serafín mientras veía la televisión.

***

Con una determinación que no sentía, acudí a la tienda de tatuajes de donde vi salir al desconocido con el que tuve la aventura en el hospital. Tal vez acudí allí en nombre de la parte más incrédula de mí misma, qué aún dudaba de que lo vivido fuera real. Cuando llegué me quedé quieta, con el impulso de recular. Entonces tuve la reminiscencia de lo que pasó ayer y de cómo, al igual que hoy, vacilaba ante los ojos del lobo.

Fijé la vista en las fotografías que había colgadas en el escaparate: entre ellas tenía varias de piercings, de los cuales una me perturbó. Era una perforación de la mejilla, atravesando la carne. ¿Quién en su sano juicio se haría aquello? También destacaban algunas imágenes de tatuajes, qué se elevaban como pequeñas obras de arte a través de la piel. En un gesto inconsciente, alcé mi mano para posarla sobre el vidrio de la entrada; en el retrato de un entramado de rosas que cubría una cicatriz sobre el pecho femenino. Debajo de la fotografía había un aviso, qué informaba de que en aquel local se realizaban tatuajes gratuitos a las víctimas del cáncer de mama. Movida por la ironía, quise sonreír. Lo hice; solo que no me llegó a los ojos.

La puerta se abrió con la salida de un cliente. Era un tipo alto, fornido y pálido, que me lanzó una mirada escéptica al pasar por mi lado: probablemente preguntándose qué hacía una mojigata en aquel negocio. Un sudor frío, movido por la incomodidad, me hizo ser consciente de lo caliente que estaba el cristal del local, dado que no paraba de darle el sol. Mi espalda estaba caliente, también.

—Buenos días —espetó, casi en mi oído, una voz que pronto se me haría familiar. —¿Ves algo que te interese?

Tragué saliva sin estar del todo segura de que aquello fuera con segundas intenciones. Mis ojos se fijaron en las pupilas brillantes del desconocido del baño, qué me pareció incluso más guapo de lo que recordaba. El gris de su iris destacaba sobremanera en su reluciente piel, de un tono tostado por los rayos del sol. Quise decirle algo que diera a entender que no era en absoluto una acosadora y que había entendido que, por supuesto, lo compartido en los aseos se había quedado en los aseos. Pero mi voz se atoró en la garganta, así que sólo carraspeé con mis pupilas fijas en un punto muerto.

—Mi nombre es Dorian —se presentó—, y estoy aquí para lo que necesites.

Tomé aire en una exhalación ahogada.

—Soy Vera, y..., solo estaba mirando el escaparate.

Sus ojos plata se movieron hacia donde estuvo mi punto de interés: la fotografía de un pecho tatuado, víctima del cáncer. Luego se fijó en la nota y, de nuevo, en mí. La comprensión relució en su gesto.

—¿Te interesa? —Guardó silencio unos segundos, pensativo. —A simple vista no me parecía que estuvieras en esas circunstancias.

Quise responderle que el pecho falso que llevaba enganchado en el sujetador tenía el cometido de hacerme ver como una mujer normal, en lugar de alguien al que le habían mutilado una parte de su cuerpo. Pero, evidentemente, no lo hice.

—En realidad no me veo tatuada. —Tomé aire, luego continué dándole unas explicaciones que no le debía. —El otro día fui al hospital para una revisión y ya de paso decidir si colocarme un implante en el pecho que me falta.

—¿Entonces te operarás? —Me encogí de hombros, inestable.

—Es lo único que hará que me deje de odiar cuando me mire en el espejo. O para ir a la playa o a la piscina sin ser un foco de atención. Es incómoda la forma en la que la gente juzga.

Dorian asintió como si de verdad comprendiera mis palabras. El acero de su mirada no reflejaba ni un ápice de la compasión que tanto aborrecía cosa que era el mejor regalo que me podía dar.

—¿Sabías que las Amazonas se amputaban un pecho para que no les dificultara su puntería con el arco?

—Pero yo no soy una Amazona.

—Tienes razón. Aunque eso no quita que cualquier suceso sea relativo. Si fueras una Amazona, tu carencia de pecho sería una prueba de fuerza o de destreza con el arco. Mientras que si eres solo tú, qué has sobrevivido a la muerte, es tan sólo un estigma. —Suspiró. —Como si no tuviera valor haber dado una parte de ti para seguir viviendo.

No supe qué responderle porque ni por asomo me esperaba una resolución así. Durante mis cinco años de enfermedad nadie había sido capaz de hacerme sentir bien. Y ahora llegaba él y era como si..., como si las cosas fueran más sencillas.

—¿Por qué me dices esto si no me conoces?

—Sólo he dicho lo que pienso. —Miré hacia dentro de la tienda.

—Me gustaría ver los tatuajes que haces... —Dudé, posando mi mano derecha sobre el letrero donde avisaba de las intervenciones gratuitas. Me sonrió con cierta socarronería; un gesto que removió en mi pecho hasta calentarlo.

—Puedo decorar tu cicatriz hasta convertirla en una hermosa marca de guerra.

—No soy una Amazona, y solo quiero mirar los dibujos —le reconvine. Su respuesta fue cederme el paso para entrar en el local.

La sala de recepción tenía las paredes lisas y pintadas de rojo. Varias fotografías enmarcadas y colgadas con lo que, supuse, serían las obras de tinta de las que se sentiría más orgulloso. Tenía un mostrador, hecho de cristal templado, de un tono oscuro sobre el que descansaba un ordenador y un bonsai. Había, más al fondo, una mesa de café del mismo cristal templado que el mostrador  y tres sofás: uno negro, otro rojo y otro con estampado de guepardo. Dorian cogió un álbum con lo que, supuse, eran las fotografías de varios diseños de tatuajes. Después se dejó caer sobre el sofá rojo, que era el más amplio, y me invitó con un gesto a colocarme a su lado. Con cierta inseguridad, me senté. Estábamos tan cerca que nuestras piernas se tocaban. Aquello quizá fue una tontería, pero me hizo ponerme nerviosa.

Llevaba encima unos vaqueros negros llenos de agujeros, coronados por un cinturón de balas al que estaba enganchada una cadena de apariencia pesada. Luego estaba yo, con unas medias transparentes y otro de mis habituales vestidos. En aquella ocasión, era de lunares. El contraste de ambos regazos, tan opuestos, me hizo pensar en la luna y el sol.

Tocado fondoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora