Zozobrante libertad

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Perturbado y cansado, extenuado a causa de mí fatal pugna con el lobo, con los miembros adoloridos y una sensación de derrota nunca antes experimentada retorné a la ciudad de los dioses, maldiciendo incesantemente mi amarga desventura a lo largo de todo el camino.

En ese preciso instante mi mayor anhelo no era el oro ni la plata, sino únicamente retornar a la apestosa posada donde me hallaba alojado, ahogarme en alcohol barato y dormir por el resto de mis días. Sin embargo, lejos alcanzar a cumplir mi despropósito, antes de poder siquiera trasponer el arco de las cinco divinidades, me vi abordado por una inmensa muchedumbre, la cual al ritmo de salterios, timbales, arpas y flautines proclamaba y celebraba mi victoria a viva voz.

No era de extrañar que mi misión fuese conocida por toda la metrópoli, mas sabedores de que nadie sobrevivía al encuentro con la criatura, los habitantes de la ciudad no guardaban nunca grandes esperanzas; aunque ciertamente ese hecho no impedía que siguiesen enviando a pobres diablos como yo a su muerte. Sin embargo en esta ocasión, al verme emerger del bosque con vida, no pudieron evitar quedar anonadados, boquiabiertos, sobrecogidos hasta lo más hondo; puesto que en su ignorancia dieron por sentado que yo, un simple mercenario de poca monta como me consideraban, había salido triunfante donde ejércitos enteros habían fallado.

Antes de que pudiese decir palabra alguna fui llevado sobre hombros hasta el palacio del regente, quien inmensamente gozoso por mi retorno me dio la misma bienvenida que una persona le daría a su hermano más amado. Colmándome de alabanzas, para mi enorme desagrado, Arfex se abalanzó sobre mí y me estrechó con fuerza entre sus brazos, besando a continuación mí frente a la vez que grandes lágrimas empapaban sus mejillas.

– ¡Gracias, buen hombre! –Prorrumpió, a manera de que todo el pueblo escuchase– ¡Con su esfuerzo y su valor nos ha librado el día de hoy del yugo del mal! ¡Nunca más volveremos a temer la noche!

Inflamados por las palabras del regente el gentío estalló en un caudal de alegría. Parejas de enamorados se tomaron con esperanzas renovadas de las manos y unieron sus labios en un beso apasionado, los que eran padres abrazaron a sus pequeños con inmenso amor y jubilo, algunas damas no pudieron evitar romper en llanto y el resto aplaudió estruendosamente. Debo admitir que semejante muestra de regocijo produjo en mi cierto malestar. No sabían lo que había sucedido, no sabían que yo conocía su secreto, y por supuesto que ignoraban lo que estaba a punto de acontecer.

Haciendo de tripas corazón, ahogando lo mejor que pude la emergente pena que me embargaba, le pedí al regente que me permitiese decir unas palabras, a lo cual Arfex asintió con gran animosidad. Al instante, levantando su diestra en todo lo alto, con gran autoridad el regente solicitó un momento de silencio para que yo, el héroe que los había liberado, pudiese hablar. Fue entonces, cuando cada sonido y voz se hubo extinto, con rostros todavía sonrientes y miradas expectantes, que les di a conocer a los habitantes de la ciudad de los dioses las malas nuevas.

-Estimadas damas, nobles caballeros –exclamé, intentando ablandar con manierismos y palabras sutiles la onerosa noticia que habrían de recibir-, en verdad me siento honrado, y quizás en otro momento hubiese aceptado cada uno de sus halagos, mas mucho me temó que están equivocados.

Cuando mi voz llegó a sus oídos toda muestra de entusiasmo se apagó, siendo sustituidas las sonrisas por ceños fruncidos y dubitativos murmullos.

– Dispuesto a cumplir mi encomienda, en el interior del bosque me enfrenté al lobo –continué–, y con los dioses como testigos juro que logré atravesar su corazón, pero a pesar de la mortal herida que le hube infringido el sombrío segador se rehusó a llevárselo. Con la empuñadura de mi espada sobresaliendo de su pecho la criatura me derribó, y cerrando sus fauces alrededor de mi cuello se dispuso a acabar conmigo. Sin embargo, antes de desgarrar mi garganta, por mandato de los señores que ustedes han desdeñado me perdonó la vida, revelándome así mismo la transgresión que dio a luz a la maldición.

El mercenario y el loboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora