Capítulo 1: La decisión

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Tenía tres años cuando la sociedad estaba aprendiendo sobre que, sin importar el tipo de pareja que era, el amor lo sentimos todos. En ese año se "legalizó" el matrimonio igualitario, para resumirlo mejor.

Según me contaron, la sociedad no recibió bien todo esto. Nos llamaban "cáncer gay"o algo así. La verdad es que no tenía en claro nada. Digo, tenía 3 años, en esos días mis padres se dedicaban a poner juguetes y más juguetes rosas en mi cuarto pinky, de colores parecidos a los del arcoíris, pero de tonalidades pastelosas.

Éramos felices. A diferencia del presidente de nuestro país. Digo, estando en un país que tiene la etiqueta de "homofobia" en la frente, era sorprendente que no lo hayan matado -a él y al parlamento- de una manera dolorosa. Todos los días tenían que encargarse con las peleas, levantamientos y de que el grado de violencia en contra de nosotros había crecido y nadie se sorprendía de que a la semana moría cuatro parejas de personas del mismo sexo. No digo que todos eran indiferentes. Pero ¿qué se podía hacer? Debió pasar casi un año para que se calmaran las cosas y la gente empezará a aceptar esto.

Para ese tiempo, yo ya había cumplido mis 6 años. Según Karina, yo empezaba a mostrar unos gustos "de acuerdo a mi sexo". Otra cosa que no entendí del todo.

-Jugabas con chicas, te daba vergüenza hablar con los chicos, decías que el rosado era tu color favorito... - Karina, la señorita que me cuidó toda la vida, suspira melancólica-, tus padres estaban orgullosos, veían un futuro, te veían casada con un hombre que te iba a respetar... Te amaban tanto.

Escuchar sus palabras me rompían el corazón. Saber que decepcionaste a las personas más importantes que puedes tener en la vida nunca será fácil. Pero no había nada más que hacer que aparentar fortaleza. Y, para mi desgracia, si entendía todos los por qué de esa decepción.

Cuando tenía nueve años descubrí un extraño gusto por las mujeres. Era raro, sólo unas cuantas semanas antes parecía que no le quitaba los ojos a Franco Echevarría, uno de mis compañeros y amores platónicos de toda la vida. Hice una mueca. A nadie de por aquí le gusta recordarlo, no con todo el daño que ha hecho...

A esa edad también pasó algo que cambiaría el destino político y moral de mi país. La sangre derramada inundaría ríos y torrentes de cuerpos aparecerían por la televisión. Para decirlo en otras palabras, los ocho años máximos que se le permiten al presidente ejercer esa función habían llegado a su fin. Cambiamos de gobierno y, la puta madre, todo se fue por el jodido alcantarillado. Bueno, quizá estoy exagerando un poquito. La política moralista internacional jamás dejaría que una matanza así ocurriera. Apenas se enteraron nuestros países vecinos amenazaron con cortar lazos, pero... eso no evitó una nueva revolución, una nueva guerra interna.

Más o menos, a mis once años empezó la guerra. La guerra que marcaría un antes y un después en todo esto. A mis once años el gobierno declaró que "el cáncer gay" debía ser erradicado y también a esa edad, tomé la decisión de mi vida.

-Calma Alice, tú puedes hacerlo – me dijo el espejo -. Sólo son unas cuantas palabras y después corres como la cobardica que eres.

Y ahí me encontraba yo. En mi cuarto, sola y hablándole a mi reflejo en el espejo, intentando convencerme de salir del bendito closet de una vez. Aunque sea con mis padres, porque a la sociedad...

Sacudí mi cabeza e intenté no pensar en eso. Podría ser que el gobierno erradicó la anterior ley que aprobaba el matrimonio homosexual, pero antes de eso hay toda una historia de los míos que vivieron sin el maldito matrimonio. Se podía sobrevivir.

Pero antes de eso ¡Tengo que salir del closet!

-Mamá, papá... Me gustan las mujeres... Mamá, papá, me gustan las mujeres...

En ese momento, vi por el espejo como se abría la puerta del cuarto.

Oh, mierda, es mamá.

Nuestras miradas chocan a través del cristal. Mi corazón latía a mil por hora, mi estómago se sentía frío y mis rodillas temblaban. El miedo se denotaba en mis pupilas y mi mente gritaba la posibilidad de que ella me estaba escuchando.

Todavía no pasaban tres segundos cuando mi mamá habló – ¿Qué haces? ¿Pasa algo malo? – la mirada de confusión me dio la información que necesitaba para no enloquecer.

Alivio exquisito. Claro. Estaba susurrando, ¿cómo me iba a escuchar desde la puerta? Que tonta.

-Nada, sólo estoy mirando mi cabello.

-Ay, niña – resopló –, ya ven, estamos que te llamamos para que cenes con nosotros.

-Okay, ya voy, aunque no tengo hambre...

Mis padres no son homofóbicos. No lo son. Me aceptarán. Los he escuchado una y mil veces quejarse del trato que sus colegas dan a los jóvenes homosexuales.

Confianza. Quería confiar en ellos con toda mi alma, pero más que un deseo, era una necesidad.

Necesitaba que ellos me ayudaran, no de esa manera, a la que tantos padres meten a los adolescentes, esas horribles terapias, con eso horribles doctores y psiquiatras, electrochoques, torturas... No, no son más que cuentos... No son más que cuentos, ¿o sí?

Mi mente giraba a mil por hora por culpa de los nervios y yo no podía hacer nada para evitarlo mientras caminaba a la mesa de la cena.

Era una mesa antigua, mamá decía que le pertenecía a mi abuelo y que fue un regalo de bodas hecho por su mismo suegro o algo así. Para serles sinceros, era un poca más grande que mi refrigeradora, o sea, la mesa era un poco más grande que yo. Alcanzaba para seis personas y eso era más que suficiente. Ese día, la mesa estaba tendida con un mantel rojo con los bordes dorados, mi papá había traído comida de un chifa cercano (y su favorito) y ya estaba todo servido. Olía delicioso.

Sentía mis manos como si las hubiera sumergido en agua caliente y me sentía mareada, posiblemente estaba más blanca que un fantasma o ya me parecía a un duende verde, no lo sé, pero uno de esos debía ser.

Comí todo lo que pude, no se podía evitar, en comer está la vida es mi lema y tenía que hacerle honor. Años más tarde lo recordaría y reiría con gracia amarga al pensar en los meses venideros y los contrastes con ese lema.

Me levanté de la mesa y agradecí a mis padres por la comida. Aspiré el suficiente aire para llenar completamente mis pulmones hasta que dolieron.

-Papá, mamá – llamé, ellos me miraron con curiosidad, tenía toda su atención –, me gustan las mujeres.

Y con esas palabras, sellé el destino y abrí las puertas de mi infierno.

Arco iris grisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora