Un contrato con el diablo.

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He estado aquí por más o menos doce horas y no he dejado de pensar en la preocupación de mi madre. Ya son horas de la noche y aunque sea mentira que tengo hambre, no tengo otra excusa para estar sentada en la sencilla mesa rustica de la cocina del ala de servicio.

Es pequeña y su espacio, en su mayoría, está ocupado por la mesa. Sin embargo, pegada a la pared, se encuentra una cocina eléctrica de cuatro hornallas. Los utensilios de cocina están a un lado; en una serie de gabinetes vidrio un tanto extraños, que dejan ver su interior.

Mi madre ya me debe haber preparado la cena. Debe estar en el sofá esperando a que abra la puerta para pegar el grito al cielo, ya que mi hora de llegada es a las cinco y media de la tarde. Pero esta vez no, ahora no llegaré tarde ni temprano, simplemente no llegaré.

Juego con mi vaso de leche, estoy un tanto preocupada porque no sepa de mí. Sé que la haré recostarse y no pegará un ojo en toda la noche. También sé que cualquier sonido la hará pensar que soy yo entrando a casa. Al igual que sé, que probablemente por la mañana ya haya una búsqueda de equipos SWAT por todos los Estados Unidos y papeles con mi cara por aproximadamente, nueve mil kilómetros a la redonda. Aunque no sé muy bien donde me encuentro, sé que no me encontraran a menos que el señor Cappone así lo desee. O la otra opción, un tanto perturbadora, es que mi cadáver sea encontrado flotando en el rio.

Por lo menos, mi madre tendrá que poner un plato de comida menos a la mesa. No obstante, le dejará de entrar el dinero extra por mis pequeños intentos de empleo. Aunque el señor Cappone prometió pasarle una cantidad al mes. Así que creo que quizá está mejor sin mí y aspiro madurar un poco sin ella.

Después de todo, los hijos siempre les agradeceremos a los padres preocuparse por nosotros. Sin embargo, también le agradeceremos infinitamente soltar el cordón de la sobreprotección, antes de hacernos unos autómatas dependientes. Creo, que mi madre no entiende mucho de lo último y también que el que su hijita haya cumplido la mayoría de edad, le tiene los pelos de punta.

No tengo tanta experiencia en esta área de los «Trabajos para adolescentes». Porqué la verdad, mi amor hacia los niños es igual que el de Hitler a los judíos, bueno... Ya saben lo que paso con eso. Siempre he buscado trabajos comerciales, más no domésticos, buscando tal vez, evitar denuncias en mi contra. Eso del amor sumado con mi paciencia, es igual a un gran desastre en potencia.

Tengo la habilidad de explotar como un fosforo: Con el más mínimo roce. La pintura me ha ayudado a canalizar eso. Solo que deje de hacerlo por ser tan caro para mi madre pagar una escuela de arte.

—Así que ¿Cómo se siente la nueva adquisición de la familia? —una voz que conozco me estremece, así que volteo. Connor esta recostado en el arco de madera que hace como entrada al comedor.

—Uh, no lo sé, así como que... ¿Secuestrada? ¿Enjaulada? —digo levantándome. Él es la razón por la que estoy aquí.

— ¿Enjaulada? —Su tono se vuelve más conciliador mientras se acerca a una silla a mi lado, la toma y se sienta en ella— ¿Cómo un ave?

—Más o menos —sisee—. Siempre me ha gustado volar.

— Volar ¿eh?

— ¿Es que acaso no me escuchas? —dije acercándome un poco más a su cara.

—No, es solo que yo conozco algunas formas de hacerte volar —esbozó junto con esas palabras una sonrisa picara, mientras yo siento como la sangre se concentra en mis mejillas.

Pero no, no puedo darle el gusto de hacerme sonrojar. No puedo perder el juego de las miradas, aunque la de él acabara derritiendo mis murallas y a mí en el proceso.

—Sí, sé que conoces unos cuantos boletos de avión —intenté decir con indiferencia alejándome de él.

—No, nena. Aunque también puedo hacerte volar en un avión. O en su baño, como tú prefieras.

— ¿Cómo me dijo? —Le dirijo una mirada de odio, mientras la de él es de descaro— Vuelve a decirme nena y tendrás que ir por un doctor de... —Connor se encogió en hombros antes de terminar.

—Son tan predecibles las mujeres y sus frases. Pero bueno,— se levantó negando con la cabeza— creo que quedará en veremos esa negación, nena.

—No tienes derecho a decirme así —me levante de golpe.

—Y tú, no tienes derecho a decirme que hacer o decir. —dijo encaminándose por el pasillo. Por encima de su hombro, masculló secamente—: Mi padre te espera arriba, tienes que firmar el contrato y sin decir más se fue. Me dejo ahí medio confundida, pero con una tarea pendiente.

Betzabeth, que apareció en la cocina minutos más tarde. Me guió hacia la oficina del señor Cappone. Saliendo del ala de empleados, subiendo las escaleras, a la derecha y justo en frente, en lo que parece un tapón. La muchacha se voltea a mirarme y luego, toca dos veces la madera.

Para mi sorpresa, lo que ahora sé es una puerta corrediza, se abre y deja ver una lujosa oficina con una araña en el techo, pisos rojos —primera vez, que veo que cambia el patrón del suelo en esta casa— y muchos estantes con libros. En medio, hay un escritorio de vidrio en forma de ovalo, el cual está hecho un desastre con tantos papeles encima. Y justo detrás con unos anteojos y un bolígrafo en mano, está el señor Cappone.

—Puedes retirarte, Betzabeth. —la muchacha asiente y me deja sola. Sola con el lobo.

Haciendo a un lado mi nerviosismo e intimidación, me tomé el atrevimiento de sentarme en una de las sillas. Aunque no pareció importarle mucho.

— ¿Me mando a venir, señor Cappone?

—Dime Misael, Mónica —por alguna razón, que diga mi nombre me causa un estremecimiento, pero lo disimulo con una sonrisa. Él dejo escapar un suspiro y me pasó lo que estaba examinando.

—Es el contrato y... Lo que asegura la confidencialidad —dijo dudando un poco al decir eso ultimo.

— ¿Confidencialidad?

—En este mundo —me dijo con mirada penetrante— no puedo permitirme confiar en nadie. Pero desde luego —levanto una ceja—, si puedo permitirme callarlos.

— ¿Puedo leerlo? —dije tragando en seco, pero sin denotar emociones de pánico y aunque no sé nada sobre leyes o contratos, si sé que debo leer lo que firmo.

—Por supuesto.

Me tome mi tiempo, miré hasta los errores de impresión en la tinta. Pero nada, absolutamente nada, capto mi atención o alarmo mis instintos. Así que tome el bolígrafo plateado, con texturas de rombos negros minúsculos y puse mi firma estilizada en ambos documentos.

—Perfecto —dijo el hombre tomando los papeles—, comienzas mañana. Puedes retirarte.

Mañana, comienzo mañana.

Salí de ahí con eso en la cabeza y una presión en el pecho.

¿Qué si me arrepiento de firmar ese trato? ¿Qué si firme un trato con el diablo?


La niñera de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora