Los insoportables niños Cappone.

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Lo que no entiendo muy bien, es porque un pequeño niño de doce años necesita aprender a disparar. Sin embargo, aquí está Mileto Cappone: sostiene un arma y apunta a un blanco de goma, mientras un hombre sombrío, de traje y ojos oscuros le corrige: la postura, el pie y la altura del arma.

Estamos en el jardín de la casa. Es espacioso y lo verde del pasto te invita a rodar en él. Hay uno que otro árbol de sombra y cuenta con un vivero pequeño de paredes y techos transparentes, que se asemejan al vidrio. Pero, la preciosidad se rompe por la muralla que recorre el horizonte y limita la vista. Un gran muro de concreto se extiende a lo largo y ancho de los al rededores de la casa y su monótono gris, no hace más que entristecer el paisaje.

Me pregunto si hay cocodrilos y perros asesinos al otro lado. Ya saben, de esos que impiden la huida. Sería útil saberlo, por si necesito escapar de esta gente, o de sus enemigos.

Una figura de gnomo, rompiéndose en mil pedazos, me saca de mis planes de escape. El gnomo estaba justo a mi lado, en el pasto. Y entonces me doy cuenta de que fue una bala perdida, o falta de puntería.

—Hey —regaño al chico que tiene una sonrisa maquiavélica—, pudo haberme herido.

—Iba a herirte, pero entonces me di cuenta de que sería muy fácil. Me gustan las torturas —el hombre detrás de él reprime una risita.

—Y a mí no me gustan los mocosos que se creen el oro al final del arcoíris. —dije acercándome hasta él, que se encogió en hombros.

—No me lo creo —dijo apuntando al blanco y disparando—, lo soy. —sopló el cañón de su pequeña arma y se la paso al hombre que sostiene un pañuelo de seda blanco.

—Sí, puede que seas oro pero yo soy la compradora sé que hacer contigo. Nos vamos directo a la casa —señalé la puerta corrediza que da a la cocina del ala de los señores.

—Bien —dijo Mileto con indiferencia—, necesito practicar mi puntería con dardos. Ya sé que fotografía utilizaré para practicar. —el niño me guiñó un ojo y salió corriendo hacia las puertas.

—El imbécil de Connor tenía razón —mascullo mientras cierro la puerta corrediza.

—Sí, es un muchacho del demonio y yo un imbécil —me sobresalté. Me volteo y me doy cuenta de que el Connor está con solo una toalla alrededor de la cintura. Su abdomen esta cincelado por los dioses y sus brazos, forman el Edén en plenitud.

Estoy siendo adsorbida por el mundo que se forma con sus pectorales, pero entonces me sacudo. Éste tipo debe creerse que está muy bien físicamente —y en realidad es un dios—, pero, yo no voy a caer. No voy a ser una más, mi orgullo no me lo permite.

— ¿Qué haces aquí?

—Es mi casa, mi cocina y tengo hambre —dijo metiéndose una rebanada de queso amarillo en la boca—. ¿Ahora no puedo desayunar?

— ¿A las once y media de la mañana?

—Cualquier hora es buena para comer lo que sea —expuso levantando una ceja y recostándose al mesón de mármol de la cocina, que es casi tan grande como un estadio de Futbol. Todos los utensilios, incluyendo el refrigerador, están empotrados y son de acero inoxidable. Es de verdad el paraíso para mi madre.

—Sí, cualquier hora debe ser buena, por eso es que estas obeso —mentí.

El hombre soltó una carcajada y entonces dirigió la vista hacia el arco de madera pulida que sirve como entrada. Cecilia tiene una mochila roja colgando de un hombro.

— ¿Qué es tan gracioso? —pregunta insegura.

—Que no sepa apreciar el arte de mis músculos —me señala con indiferencia—, hermanita.

Siento que estoy tensando demasiado la mandíbula. No sé si es por vergüenza o por la rabia que aún me embarga debido a la traición de quien creí Regina.

—Debo ir con Mileto —dije respirando profundo, a ver si me trago un poco las palabras que deseo soltarle. No obstante, cuando voy a pasar por el arco me retiene con una mano en el estomago.

— ¿Piensas irte sin escucharme?

—Escucharte —aclaré— porque no planeo hablarte en lo que me queda de vida.

—Uh, pelea de gatas —dijo Connor abriendo la nevera y sacando una bebida energética—. Es mejor que me vaya a entrenar —paso por nuestro lado y le regaló un apretón en las mejillas a su hermana, la cual chillo exasperada.

Me quede con quien una vez creí conocer, a quien ahora siento como si fuese el fondo del océano: lejano y lleno de secretos.

—Escucha, sé que quizá y no quieras verme de nuevo, pero tendrás que hacerlo porque lastimosamente —dijo sentándose en una de las sillas altas del mesón— vives en mi casa. No es que no me guste, si no que no quiero exponerte.

— ¿Exponerme?

—La casa es hermosa, lujosa y cómoda, pero...

— ¿Pero?

—No tienes idea de lo horrible que es ser hija de la mafia; que todos te tengan miedo o a tu familia, por eso me lo guarde. Quise vivir como los otros, solo que no soy como los demás.

La mire tratando de comprender.

— ¿Me conociste por tanto tiempo y aun así te lo guardaste? ¡Sabias que no te iba a juzgar!

—No te quise en este estilo de vida —dijo sin perder la compostura.

—Creo que es tarde para eso, porque me metí sin que tú me advirtieras.

Ella juega con un anillo en su dedo, parece impaciente.

—Solo quería protegerte.

—Hay veces que la protección nos lleva un poco más al barranco —me voltee para irme, pero ella me atajo, se quito la mochila y me la entrego.

—Fui a tu casa y recogí algunas de tus cosas, tu madre cree que estas trabajando en...

— ¿En?

—Canadá.

Mi corazón se acelero, mi madre va a matarme.

—Escribí una carta en tu nombre, ella simplemente lo acepto y...

— ¿Hiciste qué? —mis manos comenzaron a temblar.

—Fue lo único que se me ocurrió.

— ¡No te metas en mi vida! —rugí y salí a toda prisa de ahí.


La niñera de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora