III

78 3 3
                                    


I

La bombilla del fluorescente parpadeaba por enésima vez mientras Ann, la camarera de cabello oxigenado, frotaba con un trapo viejo la misma zona de la barra, una y otra vez, de un modo casi automático, demasiado abstraída como para percatarse de que el mármol relucía ya impoluto. La lluvia repiqueteaba sobre los cristales de la parte frontal, como un eco rítmico y sosegado que le daba una extraña sensación de falsa seguridad, la impresión de estar dentro de una burbuja, y se sorprendió al perderse contemplando las carreras que las gotitas dibujaban en el cristal empañado.

El día había transcurrido con normalidad en aquel bar de carretera desfasado, siempre clientes de paso, extraños con los que no conectaba y que probablemente, no volvería a cruzarse jamás. Pese aquello a lo que ya estaba habituada, esta vez tenía la sensación de que el tiempo transcurría más lento, las horas se le hacían pesadas, eternas, y cuándo cayó la media noche agradeció que sólo le quedaran dos horas antes de finalizar su turno. Estaba exhausta, aquel día había cubierto el turno de mañana de Marla, su antigua compañera, y sólo pensaba en llegar a casa y acostarse, llevaba varios días sin dormir, los surcos negros debajo de sus párpados eran una muestra de ello.

A una hora de cerrar, la campanita que prendía de la puerta tintineo provocando que Ann arrugara levemente la nariz antes de voltearse hacia la entrada. Un hombre poco más joven que ella le sonrió con timidez y ella no pudo evitar esbozar una sonrisa tonta como respuesta. La lluvia se había cernido sobre él, empapándole los hombros de la gabardina y su cabello dorado lucía ligeramente alborotado. Era un joven muy atractivo, parecía sacado de un cartel de cine y por un momento la camarera creyó perderse en el azul de aquellos ojos tranquilos.

—Disculpe la intromisión señorita—articuló con una voz grave mientras tomaba asiento en una de las mesas del fondo, bajo la ventana, y dejó reposar su sombrero sobre esta con delicadeza.—He tenido una avería en el motor, pero no se preocupe, he usado la cabina del exterior y la grúa no tardará en llegar.

—No es ninguna molestia— sonrió—¿Le sirvo un café para entrar en calor?—preguntó de forma coqueta a la par que colocaba un mechón de su corta y ondulada melena rubia detrás de su oreja.

—Por favor.

Una vez servido el café el recién llegado le añadió tres terrones de azúcar antes de llevárselo a los labios. Ann lo contemplaba por el rabillo del ojo mientras intentaba encontrar un modo de llamar su atención, ella era una mujer atractiva y lo sabía, muy consciente del efecto que causaba en el género opuesto, quizás demasiado. Analizó al hombre en detalle, un traje caro, un rolex en su mano izquierda y gestos refinados de quién ha sido educado en una buena familia. No perdía nada por intentar seducirlo, era una mujer que ambicionaba una vida acomodada y un matrimonio provechoso.

El sonido de la campanilla de la puerta resonó a través de la estancia, sacándola de su ensoñamiento y rompiendo con el idílico porvenir que había recreado para sí misma en su mente. Se giró sobre sus talones y enfrentó al segundo hombre que entraba por esa puerta de frente, lo que vio le hizo chasquear la lengua. Un hombre de cabello oscuro y graso que empezaba a clarear por el cogote, de baja estatura y en una mala condición física. Lo que más rechazo le produjo fue su rostro, redondo, sin gracia, con ojos de sapo y labios gruesos como salchichas.

—¿Qué le sirvo?— preguntó Ann con desdén cuando sus ojos se encontraron.
— Un wisky— le ordenó— Pero que sea doble— matizó dibujando una leve sonrisa que dejaba al descubierto una hilera de dientes amarillos.

El recién llegado se aproximó a la barra y tomó asiento, está proximidad hizo que Ann volviera a observarlo, de cerca empeoraba. No sólo era un hombre de aspecto desagradable sino que lucía descuidado y sucio, como mínimo llevaba un mes sin ducharse por toda aquella roña en su cuello, los puños de su camisa estaban ligeramente ennegrecidos y su cabello lucía engominado, pero Ann determinó que aquello no era gomina sino una capa de grasa y suciedad que le conferían un aspecto de casco. Cuando se acercó para servirle el wisky tuvo que contener la respiración y deseo que aquel hombre fuera la mitad de decente que el anterior, que seguía sentado bajo la ventana y ahora parecía observarla con intensidad con gesto contrariado, si el hombre grueso no hubiese interrumpido ahora ellos podrían entablar cómodamente una conversación e intimar. Ann chasqueó de nuevo la lengua con disgusto.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Jan 26, 2018 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

Taller literarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora