Noche de bodas

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No podía creer como la habían obligado a desposarse con aquel... salvaje pagano. Las hordas invasoras llegaron con intención de arrasar el lugar unos días antes, y en un intento desesperado por evitar el baño de sangre, su padre selló la alianza: el único hijo aún soltero del fiero cacique del norte desposaría a su hija menor. Por supuesto la dote sería digna de una reina y cincuenta de sus mejores guerreros los acompañarían en sus saqueos a lo largo del valle. Las fértiles tierras al oeste de las montañas con sus campos de cultivo, rebaños y pastos serían otorgadas a la pareja. Solo se puso una condición: el novio debía convertirse y todo debía llevarse a cabo según el rito musulmán.

La ceremonia fue tranquila, igual que los dos días de celebración. Todos recelaban, unos temían divertirse en exceso y otros simplemente temían. Si alguien osara perturbar la reciente paz durante la boda, era muy probable que el frágil acuerdo se rompiera.

Ella no se atrevió a mirar a su esposo en todo el tiempo, aunque él no dejaba de hacerlo, podía notarlo a pesar del tupido velo que la cubría hasta los pies.
Varias manos los condujeron entre vítores y palmas hacia el aposento nupcial y la puerta se cerró con estruendo tras ellos.

Él pronunció unas palabras incomprensibles que sonaron amables. Ella tembló debajo de sus vestiduras, pero se dio la vuelta y esta vez se permitió mirarlo a través de la tela. Era alto, en realidad su altura era formidable, igual que su porte. Parecía joven, de facciones armoniosas y tez clara que resplandecía a la luz de las lámparas de aceite. Tenía un aspecto inquietante y sus maneras le parecieron un tanto rudas. No veía ni una sola señal de la delicadeza de los hombres de su tribu y parecía aún más indómito que los hombres del valle. Observó su mirada gris como el acero y el largo cabello de un extraño amarillo recogido en la coronilla. Pequeñas trenzas le peinaban las sienes y una espesa y cuidada barba rojiza le poblaba el rostro. No era un hombre feo, aunque jamás había visto a nadie como él.

Anduvo hacia ella con paso decidido y su corazón enloqueció, así que decidió erguirse, clavar con fuerza sus pies al suelo y mantenerle la mirada a través del velo. No pensaba regalarle una sola muestra de temor, pero lo que sin duda deseaba más que nada era correr para escapar de él, de su padre, de sus hermanos y de todos los hombres del mundo. Y cerró los ojos sin darse cuenta.

Él se detuvo a escasos centímetros y le habló de nuevo, lo hizo con dulzura, pero con firmeza, como si quisiera doblegar la voluntad de un caballo durante su doma. Le dio la sensación de que le preguntaba algo, abrió los ojos y sin saber muy bien por qué asintió. Él acercó sus manos despacio y al hacerlo pudo oír su respiración agitada, levantó el velo con cuidado, le deshizo el peinado y sin dejar de mirarla colocó la tela con esmero en una de las jamugas. El largo y espeso cabello negro caía revuelto sobre sus hombros. Él dio unos pasos atrás y sus ojos se encontraron por primera vez. Se miraron con curiosidad. Había algo en él que le resultaba extrañamente familiar. Su mirada la recorrió. Pareció adivinar sus contornos debajo de las vestiduras y sonrió complacido. Ella percibió cuanto le agradaba y también sonrió levemente.

Volvió a acercársele y retrocedió dando un respingo. Le susurró palabras tranquilizadoras y quiso cogerla de las manos, pero ella las retiró impidiéndoselo. El momento que tantas veces había imaginado y que desde días atrás tanto temía, parecía haber llegado: debía entregarse a él y no se sentía capaz. Intentó respirar hondo para serenarse. Si se atreviera a negarse, él la tomaría por la fuerza y ya nunca podría haber armonía entre ellos. Y ambos lo sabían. En realidad siempre supo que la desposarían con un extraño, lo tenía asumido, no en vano era la hija de un jefe poderoso y muchos ansiaban las tierras de su padre, sin embargo nunca imaginó que acabaría junto a un hombre como el que tenía delante.

Él no se dio por vencido. Se acercó de nuevo, y apartando los mechones que caían sobre su cara, le acarició la mejilla con el dorso de la mano mientras ella respiraba de forma entrecortada. La sujetó por la nuca y siguió acariciándole el rostro con el pulgar mientras le susurraba palabras extrañas. Había algo primitivo en ese gesto que la hizo temblar, pero curiosamente ya no sentía ningún temor. Su mano le recorrió la espalda despacio y aquellos dedos trémulos sobre la tela le transmitieron que él también experimentaba cierta vacilación. Clavó sus ojos grises sobre los suyos y ella pudo percibir el anhelo en su mirada. Comenzó a desvestirla despacio y apenas le rozó los hombros con la punta de los dedos. Hacia una noche fresca y estaba helada, pero su piel ardía en los lugares donde él la tocaba.

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