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Aquí estoy rodeado de gente y diciéndole al camarero que ponga una copa más, a palo seco, quiero sentir el ardor en mi garganta, quiero dañarme, quiero despertarme mañana hecho mierda o incluso no despertarme jamás.
Hago añicos todo lo que toco, lo destruyo o lo hago tan difícil que la única solución que logró alcanzar es huir, supongo que es lo único que se hacer. Y ahora sentado en la barra del bar estoy decidiendo donde huir esta vez, un pueblo, una gran ciudad tal vez.
Cada vez me cuesta más recordar mi pasado, es tan doloroso reconocer todos mis errores y saber que no he solucionado ninguno. Dicen que el pasado vuelve, y cada vez estoy más seguro de la certeza de dicho enunciado.
Hace tan solo unos meses llegué a Pinar de Solaxo, un pueblecito que pretende esconderse entre montañas y, sin embargo le descubre un rio que se entromete en los secretos de sus calles.
Al poco de llegar conocí a una pareja de ancianos, Paco y Manuela. Ellos tienen un piso en la plaza del pueblo, el cual me alquilaron a muy buen precio. También son dueños de la única tienda que hay en el pueblo, en la que poco después empezaría a trabajar como dependiente.
Manuela, cada vez que entraba alguien en la tienda, me contaba todo tipos cotilleos sobre su familia, sobre él o simplemente le hacía en un minuto un perfecto perfil psicológico, fue así como terminé conociendo hasta los trapos sucios de cada persona o familia de la pequeña localidad.
Parece todo muy bonito, un pueblo perdido de la mano de dios, en el que todos sus vecino son muy cercanos. Sin embargo, todo es una fachada, como cuando vas a ver un edificio impresionante de un arquitecto renombrado, entras y te das cuenta que lo único impresionante y bonito es la fachada.
