Emily

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No era la primera vez que soñaba con escapar y encontrármelo. Me había acostumbrado ya a su presencia en las noches en las que el sueño conseguía vencer a los gritos. La historia se repetía una y otra vez: me despertaba sobresaltada creyendo haber escuchado a alguien salir dando un portazo y la casa llenándose de una tranquilidad y un silencio que asustaban. Era la señal. Entonces, yo sabía que era el momento, mí momento. Apenas tenía unos segundos, y lo conseguía, arrancaba de mis despellejadas muñecas las cuerdas que no estaban muy bien atadas, rompía la cerradura de la puerta de la habitación y lograba salir corriendo adentrándome en el bosque y dañándome los pies descalzos con las piedras y ramas de los árboles que tejían el camino. Corría, corría y corría. No me detenía. No podía, tenía que llegar a casa viva. Pero, de pronto, aparecía él de entre la infinita oscuridad de la noche interponiéndose en mi camino. No podía ver su rostro, ni siquiera un mínimo detalle, sólo su figura robusta deteniéndome, su agitada respiración quitándome el aire de mi ansiada libertad, y sus manos gigantes atrapándome.

Y luego me despierto temblando, pero acalorada, con los mechones de pelo pegados a la cara y a la nuca por el sudor frío. Se filtra un poco de luz por entre los hilos de la tela que cubre mis ojos. Muevo la pupila en todas direcciones con la ilógica esperanza de que el sudor que recorre como ríos caudalosos mi frente y rostro haga caer la venda que me ciega y conseguir ver algo. Cuando, de pronto, oigo sus pasos forzados acercarse sólo puedo pensar en gritar, pero mi mente acaba siempre concentrándose en controlar mi respiración acelerada al igual que los lejanos latidos que me hacen creer que tengo el corazón en la garganta.

Un roce. Solamente un roce, apenas el contacto de las rugosas yemas de sus dedos en mi hombro descubierto. Y yo únicamente puedo estremecerme, me encuentro completamente inmóvil. Mil veces a lo largo de mi vida me he sentido gigante, como si el mundo estuviese a mis pies, pero en este instante... en este preciso instante juro que me he vuelto tan pequeña que todo se alza imponente ante mí y es el mundo el que va a comerme. O él.

-Por favor... -tiemblo con un hilo de voz.

Tengo que morderme con fuerza el labio para que deje de temblarme. Lo hago con tanto miedo que comienza a sangrarme y la boca se me llena de un sabor metálico y sucio. Por otra parte, con ello he conseguido que aparte su mano de mi hombro. Aún así no puedo aguantar más y se me escapa un gemido de dolor reprimido, un sonido leve que indica que voy a romper a llorar en breve. Estoy tan asustada...

-Oh, Emily. Emily...

¿Qué? ¿Cómo sabe mi nombre? Su aliento sopla mi oído cálido como su voz, ese tono de voz tan cercano que me eriza todos y cada uno de los vellos de mi cuerpo. Es la primera vez que le he oído hablar desde que me secuestró.

Cuatrodías antes.

Salgo del cine con mis amigas tras ver la última película de la saga adolescente de moda. La entrada de la primavera hace presencia con el atardecer cayendo más tarde de lo que el invierno nos ha acostumbrado, tan sólo son las siete de la tarde y el sol brilla con la misma fuerza que a mediodía.

Comentamos el ridículo final de la adaptación cinematográfica que, como las críticas de los periódicos argumentaban, había echado a perder las películas anteriores, cuando me dispongo a despedirme de ellas. He quedado con mi chico en el parque que hay cruzando la calle.

-Bueno, mañana os llamo, ¿vale? La próxima vez, venimos a ver una película mejor, eh -digo con un tono burlón. Y tras unas risas y unos comentarios sin sentido, ellas doblan la esquina y yo cruzo la calle. Las pierdo de vista, y ellas a mí.

EmilyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora