El hijo del Sol, fuerte, inteligente, valiente. El hijo de la Luna, sereno, apacible, virtuoso. Los dos pequeños se convirtieron en la dicha de sus padres, dejando atrás sus días de soledad. Al menos hasta el día en que visitaron la Tierra por prime...
Cuando el Sol y la Luna se encontraron por primera vez al principio de los tiempos, se enamoraron perdidamente. Nunca antes hubo amor tan intenso como el que se tuvieron el Sol y la Luna. Cada día desde que se conocieron, los amantes se reunían y conversaban, y se conocían, y entre más se conocían, más enamorados caían el uno del otro. Era simplemente magnífico.
Fue entonces cuando el mundo fue creado, y el Sol y la Luna fueron elegidos para darle el brillo que iluminaría su existencia. El Sol iluminaría el día y la Luna iluminaría la noche, obligados así a vivir eternamente separados.
La tristeza invadió a los amantes ante la crueldad de su destino, pero ninguno de los dos se atrevería a ir contra los designios de Dios. Entre caricias y besos desesperados, ambos consumaron su amor antes de la inevitable separación, con la esperanza de que el recuerdo de esa noche les diera la fuerza suficiente para soportar la distancia.
La Luna iluminaba solitaria y melancólica las noches del mundo, perdida en su tristeza. El Sol, a su vez, iluminaba con fervor los días pero tampoco era feliz. A pesar de poseer su propio brillo, la felicidad había abandonado a los amantes.
El tiempo siguió su curso y la Luna pasaba las frías noches iluminando a los enamorados y bohemios, volviéndose la protagonista de innumerables poesías y canciones.
El Sol se convirtió en el más importante de los astros, iluminaba el día y brindaba calor y felicidad a los hombres durante su jornada, llenando los corazones humanos de calidez.
La Luna lloraba amargamente noche a noche su terrible destino y el Sol, viendo sufrir a su amada, decidió que él sería fuerte por los dos, dándole la fortaleza que necesitaba para aceptar la decisión.
Como no podía dejar de preocuparse por ella, decidió pedirle un favor especial a Dios. Le pidió compañía para su amada, quien no soportaría la soledad como él, y Dios, en respuesta, creó a las estrellas para hacerle compañía. Pero eso tampoco acabó con su tristeza.
Ambos vivieron así, separados. El Sol finge que es feliz y la Luna no consigue disimular su tristeza. El Sol arde de pasión por la Luna y ella vive en las tinieblas de su añoranza.
La orden de Dios era que la Luna fuera siempre llena y brillante, pero sólo cuando es feliz consigue ser llena, cuando es infeliz mengua hasta que su brillo se vuelve imperceptible. Los hombres siempre intentaron conquistarla de incontables formas, soñando con ser correspondidos, pero nadie jamás consiguió su corazón por mucho que lo intentaron.
Ambos, Sol y Luna, cumplieron su destino durante siglos tal como les fue encomendado y Dios, en recompensa, decidió aliviar su soledad con un regalo especial que hiciera sus días más felices. Ambos fueron bendecidos con la dicha de un hijo, fruto de su amor por la humanidad.
Algún día cuando los niños, que no estaban destinados a conocerse, hubieran crecido lo suficiente y ellos no pudieran continuar más con su labor, heredarían la noble labor de sus padres para convertirse en los nuevos Sol y Luna que iluminarían el mundo. Y ellos, luego de cumplir por tanto tiempo, podrían finalmente volver a estar juntos y vivir ese amor que, aunque les había sido negado, no había hecho más que crecer en sus corazones.
El hijo del Sol, fuerte, inteligente, valiente. El hijo de la Luna, sereno, apacible, virtuoso. Los dos pequeños se convirtieron en la dicha de sus padres, dejando atrás sus días de soledad. Aunque no todo fue tan fácil para los nuevos padres, quienes tuvieron que enfrentar el reto más grande que les había sido encomendado en toda su larga existencia.
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