La historia de Pandora (Hinata)

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   EPÍLOGO

    Nací en Roma, durante el reinado de César Augusto, en el año que según vuestros cálculos debió de ser el 15 a.C, o quince años <<antes de Cristo>>.
   Hacía más de diez años que Augusto había sido coronado emperador, y era una época fantástica para ser una mujer educada en Roma, pues las mujeres gozábamos de total libertad. Yo tenía un padre que era un rico senador y cinco hermanos prósperos. Me crié huérfana de madre, pero querida y mimada por una legión de institutrices y tutores romanos que me concedían cuanto deseaba.
   Mi padre era rico, uno de los auténticos millonarios de aquella época, con capital en numerosos negocios. Ejerció de soldado en más ocasiones de las que le fueron requeridas, era senador, un hombre inteligente y de temperamento apacible. Y después de los horrores de la guerra civil se convirtió en un acérrimo partidario de César Augusto, y el emperador le tenía un gran estima.
   Por supuesto que mi padre soñaba con la restauración de la República romana; todos soñabamos con ello. Pero Augusto había aportado paz y unidad al Imperio.
   Durante mi juventud me encontré con Augusto en muchas ocasiones, siempre en algún concurrido e intrascendente acto social. Tenía el aspecto que mostraba en sus retratos; un hombre delgado con la nariz larga y afilada, el pelo corto, un rostro corriente. Era una persona racional y pragmática por naturaleza, desprovista de una crueldad anormal, y para nada vanidosa.
   El pobre tuvo la suerte de no ser capaz de adivinar el futuro, de no intuir siquiera todos los horrores y la locura que se desencadenarían con Tiberio, su sucesor, y que persistirían durante tanto tiempo bajo otros miembros de su familia.
   Yo no comprendí hasta más tarde la singularidad y los logros del largo reinado de Augusto. ¿Fueron cuarenta y cuatro años de pas en todas las ciudades de Europa?
   Ah, nacer en aquella época significaba hacerlo en una época de creatividad y prosperidad, cuando Roma ostentaba el título de caput mundi, de capital del mundo. Cuando vuelvo la vista atrás, soy consciente de la poderosa combinación que representaba poseer una tradición e ingentes cantidades de dinero, valores antiguos y un poder nuevo. Nuestra familia era conservadora, estricta, incluso un tanto anticuada, pero gozábamos de todos los lujos imaginables. Con los años mi padre se convirtió en un anciano aún más tranquilo y conservador. Disfrutaba con la compañía de sus nietos, que nacieron cuando él era todavía un hombre vigoroso y activo.
   Mis cinco hermanos eran mayores que yo, de modo que no se produjo un <<duelo romano ritual>> cuando vine al mundo, como se dice que ocurría en las familias romanas cuando nacía una hembra. Todo lo contrario.
   Dado que ya tenía cinco hijos, algunos supusieron que se apresuraría a desembarazarse de mí. ¿Quién necesitaba a una niña? Pero jamás abandonó ni rechazó a ninguno de los hijos de mi madre. Cuando nací, mi padre, según me ha contado, lloró de alegría.
  <<Loados sean los dioses! ¡Una preciosa niña!>> He oído esa anécdota ad nauseam de boca de mis hermanos, quienes cada vez que me portaba mal -cuando cometía alguna travesura o me mostraba rebelde y respondona- decían en tono burlón: <<¡Loados sean los dioses! ¡Una preciosa niña!>> Esa frase se convirtió en un delicioso acicate.
   Mi madre falleció cuando yo tenía dos años, y lo único que recuerdo de ella es su bondad y su dulzura. Había perdido tantos hijos como había parido, y la muerte precoz era muy corriente en aquella época.
   No siento ningún dolor por haber perdido a mi madre, porque yo era demasiado niña cuando ella murió, y si alguna vez lloré su ausencia, no lo recuerdo.
   Nadie pasaba hambre en Roma, e incluso se regalaba a Egipto maíz para los pobres. El emperador mantenía vigentes una impresionante cantidad de festivales, juegos y espectáculos tradicionales, suficientes para que uno se hartara, pero nosotros, como romanos patriotas que éramos, teníamos la obligación de asistir a ellos con frecuencia.
  No puede negarse que presenciábamos escenas muy crueles en la arena. Se llevaban a cabo ejecuciones salvajes, y la crueldad contra los esclavos era permanente.
  Me interesa resaltar esto porque en esta historia constituye un elemento clave, el que tanto Sasuke como yo naciéramos en una época en que las leyes romanas, según Sasuke, se basaban en la razón, en contraposición a la revelación divina.
   Somos completamente distintos de esos vampiros que habitan en las tinieblas en las tierras de la magia y misterio.
   No sólo confiábamos en Augusto cuando vivíamos, si no que creíamos en el poder tangible del Senado. Creíamos en la virtud pública y en la firmeza de carácter; observábamos un estilo de vida que no comportaba rituales, oraciones ni magia, salvo de un modo superficial. La virtud formaba parte del carácter. Ése era el legado de la República romana, que Sasuke y yo compartimos.

Continuará....

Pandora (versión sasuhina)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora