SIGUEN LAS ANOTACIONES DE HARRY HALLER. SÓLO PARA LOCOS (Parte 6)

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 Estuvimos sentados charlando y bebiendo champaña. Dimos, curiosos, una vuelta por los salones, como descubridores aventureros; estuvimos observando diversas parejas y acechamos sus juegos de amor. Ella me mostraba mujeres con las que me incitaba a bailar, y me daba consejos acerca de las artes de seducción que había que emplear con ésta y con aquélla. Nos presentamos como rivales, hicimos la corte los dos un rato a la misma mujer, bailamos alternativamente con ella, tratando los dos de conquistarla. Y, sin embargo, todo esto no era más que juego de máscaras, era sólo una diversión entre nosotros dos que nos enlazaba a ambos más estrechamente, nos inflamaba más al uno para el otro. Todo era cuento de hadas, todo estaba enriquecido con una dimensión de más, con una nueva significación; todo era juego y símbolo. Vimos a una mujer joven, muy hermosa, que parecía algo apenada y descontenta. Armando bailó con ella, la puso hecha un ascua, se la llevó a un quiosco de champaña, y me contó después que había conquistado a aquella mujer no como hombre, sino como mujer, con la magia de Lesbos. Pero a mí, poco a poco, todo este palacio bullicioso lleno de salones en los que zumbaba el baile, esta ebria multitud de máscaras, se me convertía en un desenfrenado paraíso de ensueño; una y otra flor me seducían con su perfume, con una fruta y con otra estuve jugueteando, examinándolas con los dedos; serpientes me miraban seductoras desde verdes sombras de follaje; la flor del loto se alzaba espiritual sobre el negro cieno; pájaros encantados incitaban desde la enramada, y, sin embargo, todo no hacía más que llevarme al fin anhelado, todo me invitaba cada vez más con afán ardiente hacia la única. Un momento bailé con una muchacha desconocida, entusiasmado, conquistador; la arrastré al vértigo y a la embriaguez, y, mientras flotábamos en lo irreal, dijo ella, riendo, de pronto:

—Estás desconocido. A primera hora te encontrabas tan tonto y tan insípido...

Y reconocí a la que horas antes me había llamado "viejo oso gruñón". Ahora creyó haberme conseguido; pero al baile siguiente era ya otra la que me enardecía. Bailé dos horas o aún más, sin parar, todos los bailes, muchos que no había aprendido nunca. Una y otra vez aparecía a mi lado Armando, el joven sonriente, me saludaba con la cabeza, desaparecía de nuevo en el tumulto.

En esta noche de baile se me logró un acontecimiento que me había sido desconocido durante cincuenta años, aun cuando lo ha experimentado cualquier tobillera y cualquier estudiante: el suceso de una fiesta, la embriaguez de la comunidad en una fiesta, el secreto de la pérdida de la personalidad entre la multitud, de la unio mystica de la alegría. Con frecuencia había oído hablar de ello, era conocido de toda criada de servir, y con frecuencia había visto brillar los ojos del narrador y siempre me había sonreído un poco con aire de superioridad, un poco con envidia. Aquel brillo en los ojos ebrios de un desplazado, de un redimido de sí mismo; aquella sonrisa y aquel decaimiento medio extraviado del que se deshace en el torbellino de la comunidad, lo había visto cien veces en la vida, en ejemplos nobles y plebeyos, en reclutas y en marineros borrachos, lo mismo que en grandes artistas en el entusiasmo de representaciones solemnes, y no menos en soldados jóvenes al ir a la guerra, y aun en época recentísima había admirado, amado, ridiculizado y envidiado este fulgor y esta sonrisa del que se encuentra felizmente fuera de lugar, en mi amigo Pablo, cuando él, dichoso en el estruendo de la música, estaba pendiente de su saxofón en la orquesta, o miraba arrobado y en éxtasis al director, al tambor o al hombre con el banjo. A veces había pensado que esta sonrisa, este fulgor infantil, no sería posible más que a personas muy jóvenes y a aquellos pueblos que no podían permitirse una fuerte individuación y diferenciación de los hombres en particular. Pero hoy, en esta bendita noche, irradiaba yo mismo, el lobo estepario Harry, esta sonrisa, nadaba yo mismo en esta felicidad honda, infantil, de fábula; respiraba yo mismo este dulce sueño y esta embriaguez de comunidad, de música y de ritmo, de vino y de placer sexual, cuyo elogio en la referencia de un baile dada por cualquier estudiante había escuchado yo tantas veces con un poco de soma y con aire de pobre suficiencia. Yo ya no era yo; mi personalidad se había disuelto en el torrente de la fiesta como la sal en el agua. Bailé con muchas mujeres; también que nadaban conmigo en el mismo salón, en el mismo baile, en la misma música, y cuyas caras radiantes flotaban delante de mi vista como grandes flores fantásticas; todas me pertenecían, a todas pertenecía yo, todos participábamos unos de otros. Y hasta los hombres había que contarlos también; también en ellos estaba yo; tampoco ellos me eran extraños a mí; su sonrisa era la mía, sus aspiraciones mis aspiraciones, mis deseos los suyos.

El Lobo Estepario - Herman HesseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora