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Era una mañana de viernes, anodina como todas las demás. El cielo estaba despejado y hacía calor a pesar de ser invierno.

La secuencia de los hechos fue, más o menos, la siguiente: Martín González se levantó de la cama, se vistió, desayunó, besó a su mujer en la mejilla, salió a la calle, vomitó en el camino de entrada y, por último, se murió.

Al principio no se dio cuenta. Cierto es que uno no se muere todos los días, así que no es de extrañar que este cambio vital pasase un poco desapercibido. Lo que le hizo sospechar fue el vómito. Martín había vomitado en numerosas ocasiones a lo largo de su vida (casi siempre después de haber bebido demasiado). Nada preocupante. Nada especial. Pero esa mañana, acuclillado sobre el camino de gravilla, con la mano derecha apoyada en el capó del coche para mantener el equilibrio, supo que algo no iba bien. Una masa oblonga y sanguinolenta del tamaño de un puño destacaba como un ojo morado en el charco de vómito, entre el desayuno a medio digerir y cantidades ingentes de un líquido espeso y amarillento.

Consiguió ponerse de pie. Se palpó el estómago y los costados y se tomó la temperatura con el dorso de la mano. No notó nada en absoluto, como si hubiera perdido el tacto. Volvió a casa con pasos torpes, descoordinados.

Débora estaba sentada en la cocina, concentrada en su tazón de cereales.

—¿Qué se te ha olvidado esta vez? —Llevaba una bata rosa y todavía tenía los rulos puestos. Se atragantó al oír la respuesta de su marido:

—Nada. Esto... creo que he vomitado el bazo. 

La cena de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora